Compartir

Durante el último solsticio, mientras los mapuches celebraban el We Tripantu, o sea su año nuevo, el país entero seguía los debates de los candidatos a las primarias. Yo como me dedico al yoga, a la astrología, el tarot, recibí como de costumbre en mi correo invitaciones a todo tipo de talleres y cursos, de cuencos tibetanos, de reiki, de yogaterapia y biodanza, de danzas circulares y otras artes corporales, de terapia floral, temazcalis, meditaciones, y un largo etcétera. Pero esta vez reparé en que nadie me ha invitado nunca a un taller de cultrún, trutruca, machitunes o guillatunes, medicina, agricultura o cocina mapuche, lo más que he recibido es una invitación a conocer la terapia floral mapuche, también conocida como flores mapuches. Un vacío del mundo de las terapias complementarias imperdonable pero comprensible, después de todo los mapuches son custodios de valiosos conocimientos que les ha costado milenios adquirir y que no van a regalar así como así.

Los mapuches celebran su año nuevo en Junio, junto con el solsticio de invierno,  por la misma razón que en el hemisferio norte se celebra el año nuevo entre Diciembre y Enero,  porque marca el momento en que el día comienza a crecer respecto a la noche, al contrario de lo que ocurre en el solsticio de verano, cuando la noche comienza a ganarle horas al día. Dicho en otras palabras, el solsticio de invierno marca el momento en que la luz comienza a avanzar sobre las tinieblas, en tanto que en el solsticio de verano ocurre lo contrario, las sombrías horas de la noche aumentan poco a poco frente a la luminosidad de día, y por eso se celebra el nacimiento del niño Jesús cerca del solsticio de invierno del hemisferio norte, ya que Cristo es una figura solar, luminosa y axial para el hombre y para el mundo, mientras que la noche de San Juan  coincide con el solsticio de verano, quizá para ofrecer el bautismo a las brujas y los espíritus demoniacos que, según las tradiciones precristianas del hemisferio norte, se alborotan en esas fechas, cuando las tinieblas nocturnas y lunares  incrementan poco a poco en relación a la luminosidad solar del día.

Pero los Mapuches, que obviamente conocen desde tiempos inmemoriales los ciclos celestes y estacionales, celebran su año nuevo de acuerdo  al hemisferio en el que habitan, una costumbre que casi nadie comparte ni comprende porque, como buenos occidentales contemporáneos, hemos perdido el hábito de dialogar con la naturaleza, de honrar a nuestros anfitriones, la tierra y el cielo, y porque hemos adoptado un calendario oficial, el Gregoriano, que ha estandarizado el tiempo.

En la actualidad el tiempo no se considera un fenómeno natural y casi no recordamos su relación con la rotación y la traslación del planeta, sino que lo vemos como un asunto legal y sobre todo laboral. Se sabe que el conteo del tiempo con base en un sistema mecánico surgió en las sociedades industriales que necesitaban regular las jornadas y por lo tanto la productividad de sus trabajadores. Fue una forma de compaginar el incesante martilleo de la máquina, del telar, de la lanzadera volante, de la máquina de vapor, con el ritmo vital de hombres que hasta entonces vivían principalmente de la agricultura siguiendo los ciclos estacionales. A partir de entonces comenzamos a convencernos que el tiempo lo controla un reloj y que su ritmo es un constante tic-tac y, quizás como consecuencia, hemos llegado a pensar que así como programamos el reloj podemos programar nuestra vida, convirtiéndonos en prisioneros de una falacia: el tiempo lineal, productivo y acumulativo.

A los occidentales nos molesta sobre manera perder el tiempo, el tiempo perdido es como vida perdida, si no hacemos algo nos sentimos inútiles, improductivos y perdedores, pensamos que mientras no hacemos nada otros si lo hacen y acumulan puntos para llegar a la meta, una meta que no llega nunca porque al alcanzarla buscarán otra, otra y otra, incesantemente. En occidente valoramos el negocio, palabra cuya etimología viene de nega, negación,  y ocio, descanso: “ná-que-hacer” y somos altamente intolerantes al “ná-que-hacer”, a eso lo llamamos flojera, vagancia, y un tipo vago es un paria, incluso un sospechoso, un delincuente en potencia porque el ocio es el alma del vicio.

Pero las culturas que nos antecedieron, los pueblos que vivían, y aún viven, inmersos y en armonía con la naturaleza, aún conservan la vivencia del tiempo cíclico y sobre todo rítmico, saben que hay un tiempo para sembrar, uno para regar, uno para cosechar, otro descansar y disfrutar, es decir para dedicarse al ocio, e incluso consideran un tiempo del no tiempo. En la tradición grecolatina se cuenta que Cronos Saturno, dios del tiempo, fue advertido de que sería destronado por sus descendientes, por lo que decidió acabar con ellos devorándolos en un acto macabro, pero como aún siendo un Dios tenía un destino ineludible, Júpiter se salvó y vivió para destronar y desterrar a su progenitor. Un relato que es una clara alusión a una concepción discontinua del tiempo, a un corte en el tiempo y al nacimiento de un nuevo tiempo, y  seguro que por eso tuvo tanto éxito el anuncio del fin de la cuenta larga del calendario maya, porque ya estaba en el código genético de occidente.

En la biblia se habla del apocalipsis como el fin de los tiempos, quizá aludiendo al renacimiento del concepto cíclico del tiempo, no es que el tiempo se vaya a acabar, es que el concepto del tiempo lineal nos tiene agotados, estresados, perdidos  y desesperados, necesitamos un “break”.

Queremos parar porque después de perseguir metas incansablemente hemos llegado a la conclusión de que cualquier logro que alcancemos enseguida perderá su sentido porque la vida no está hecha sólo de metas y cosas que tan pronto como conseguimos se van, sino de permanencia, de sentimientos, pertenencias, afectos, amores y también de mares, ríos, montañas, árboles, rocas, estrellas y planetas que acompañan nuestro andar, que han estado ahí siempre y seguirán estando aunque no movamos un solo dedo.

Necesitamos contemplación, tiempo fuera del tiempo, un “no hacer” que es la antesala de un nuevo hacer, por eso  es que nos interesamos en costumbres milenarias que han sobrevivido a través del tiempo y que han sido los pilares de grandes culturas, prácticas que, aún cuando sean aparentemente improductivas, son esencialmente regenerativas del cuerpo y del alma porque nos sacan de lo pasajero y nos devuelven a la eternidad, como tocar el cultrún o celebrar el We Tripantu.

Ná-que-hacer y todo por hacer, es lo bonito de vivir en América, es lo bonito de habitar en el corazón de Abya Yala.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *