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Desde cada  uno de los pasajes y calles de los barrios de la ciudad – centro, desde allí hacia las arterias y circunvalaciones de la periferia, los automovilistas se lanzan a la experiencia del almuerzo fuera de casa, de salir un sábado o domingo a otros lares a engordar la vista, a estirar las piernas,  a comer.

A cien kilómetros por hora, a ciento veinte enfilados hacia la costa  por la ruta S-40 a Puerto Saavedra o Nehuentue,  a Villarrica o Pucón, a Capitán Pastene,  hacia las termas y los parajes cordilleranos;  bajo un cielo tornasol que los ilumina y un frio mentiroso que cala los huesos. El acelerador se hace imperioso al  imaginar unas jugosas costillas de cordero, unas pastas caseras y jamón serrano, mariscos frescos y pescados en su punto. El acelerador es la forma concreta de la ansiedad del neuro- conductor y sus conducidos, adelantando de improviso a las camionetas de trabajo de los lugareños, a los buses rurales de capa caída, a los ruidosos camiones de transporte forestal que cargan eucaliptus y pinos cada vez más púberes y enjutos.

A las trece horas, el deseo  apegadito a la acción es la de alcanzar mesa para dos o para cinco, alcanzar menú, alcanzar aperitivo gratis,  alcanzar a estar ahí y sentirse aliviado del hecho de comer junto a  los dichosos familiares y amigos de siempre.  Entrando en los pueblos de paso,  se les puede ver enfilados por las calles principales, bajando y subiendo como un impaciente  ejercito de hormigas, tocando la bocina ante la más mínima distracción del colega de adelante, o protestando por  la excesiva  lentitud del peatón – lugareño.

Al llegar a destino la destreza del visitante es el juego del estacionamiento express, de la menor distancia posible entre auto y restaurant, o para ser más elocuente, entre la puerta del auto y la mesa deseada. Allí se marca el paso como cuando la adrenalina se apodera de ellos al entrar a un estadio de fútbol, o  a un concierto en vivo. Los olores abren las papilas gustativas y se hace preciso no hablar, sólo ir directo al blanco: abrir la puerta del local, hacer una señal rápida al garzón y desprenderse de la ropa innecesaria para esperar lo menos posible el plato celestial.

Al atardecer y  satisfechos  ya  de  bebida  y alimento, se  puede ver  a los automovilistas de regreso a la ciudad – centro  de manera más calma, más pausada, apreciando el paisaje de postal con el mar , el lago o la cordillera de fondo; haciendo fila en ciertos puntos de la ruta para cargar combustible o para comprar el souvenir local. Autos del año estacionados para tomar la foto del año subida inmediatamente a facebook por los menores de la prole.  Luego toman rumbo en dirección a casa a modo de una caravana de luces parpadeantes,  sin ser del todo conscientes del hecho de haber   engullido  sin piedad, el corazón mismo de  cocinas y bares de los pueblos –destinos de su perfecto fin de semana.

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