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Nuestra cultura es ante todo nuestro medio social con sus lenguajes, ideas, conocimientos, costumbres, creencias. Podemos ampliar su concepto hasta considerar una sola civilización humana o reducirla a nuestro círculo familiar, nuestro vecindario, nuestro trabajo, nuestras amistades; pero siempre está ahí, en la extensión que escojamos, para identificarnos en la pluralidad social. La cultura es dinamismo, está cambiando siempre con las creencias que motivan nuestras acciones y pueden ser conocimientos adquiridos o lo que sin someter a la lógica hemos decidido creer. Hasta podemos negarnos, como muchos lo hacen, a pensar por nosotros mismo sobre la realidad o lo que es justo, ya que nuestro medio social lo hace por nosotros y no reconoce nuestro esfuerzo mental, más bien nos rechaza si no acatamos sus juicios. Contrario al dicho de que en el país de los ciegos el tuerto es el rey, en una sociedad de ciegos, el tuerto sería un desubicado. Nada hace que las creencias como opinión social compartida por la mayoría, nos conduzcan a la acción más efectiva para nuestros objetivos de bienestar individual o social, nos pueden también conducir al fracaso, como lo hemos visto en el transcurrir de la historia.

Sin contar con los errores de las religiones, ya que ninguna tiene bases lógicas que la fundamenten, son muchas las creencias generalizadas que en todas las épocas de la historia han sido trabas en el progreso humano cuando no motivo de catástrofes. Tampoco podemos creer que nuestra cultura nos conduce necesariamente al fracaso. En muchos aspectos nuestra civilización mejora cada vez y ello es lo que debemos esperar y procurar en el campo de las posibilidades individuales. Toda sociedad está formada por un conglomerado humano siempre dinámico en sus estructuras. Cambia el lenguaje, cambian las creencias, cambian las costumbres, cambian los conocimientos. No podemos negarnos al cambio. Las sociedades no son barcos a la deriva, todos ejercemos el oficio de timonel.

El cambio se teme por temor a lo desconocido y la mayoría prefiere aferrarse tercamente a sus ideas y creencias. Las nuevas generaciones aprenden de las viejas, pero en la medida que despierta su propia razón, empiezan a rechazar los temores y se muestran más propensos al cambio, dispuestas a mejorar lo que rechazan. Otra de las motivaciones presentes en el cambio social es la que acciona los instintos irracionales, la pasión, las emociones que no controla la razón y que se agrega a esa inconsistencia generalizada que causa el movimiento de las masas humanas; pero, definitivamente, son creencias la principal motivación de la acción social. La sociedad puede cambiar para ser mejor y debe hacerlo con premura para evitar el camino de la destrucción del medio ambiente, a donde nos está conduciendo un mal entendido sentido de progreso. La inmediatez en los beneficios debe ser equiparada con los resultados a largo plazo.

Sin referirnos solamente al medio ambiente natural, nuestro medio social también está cargado de creencias menos trascendentes que no amenazan destrucción pero nos apartan del bienestar social. Un ejemplo es la idea generalizada de que la corrupción gubernamental es un hecho incorregible. Mientras esta creencia persista nuestra sociedad será corrupta porque los corruptos buscarán el poder gubernamental. En cambio, si toda la sociedad rechaza la corrupción no habrá corrupción. Aunque es difícil decidir lo cierto o lo correcto, es fácil decidir lo que beneficia a una sociedad. Necesitamos nuevas creencias para mejorar nuestra sociedad.

El cambio no es fácil porque el pensamiento social no opera de forma tan simple. Vivimos en un medio donde hemos hecho de nuestras creencias conocimientos, hemos aprendido a aceptarlas como elementos agregados a la naturaleza que nos rodea. La carencia de visión que niega a nuestra sociedad la imposición de la inmediatez, hace que los pensamientos que cambian a la sociedad geminen y crezcan con demasiada lentitud. El mismo presidente Obama de Estados Unidos, acaba de reconocer que el pensamiento de Martin Luther King, expresado en su famoso discurso de 1963, “I have a dream”, sobre la igualdad de derechos civiles y que la sociedad estadounidense ha aceptado, todavía hoy, en el 2013 no es un hecho cumplido.

Claude Lévi Strauss, el reconocido antropólogo francés, testigo de los horrores de la Segunda guerra mundial, decepcionado de su sociedad, analizó la posibilidad de mejorarla. Su libro, Tristes trópicos, nos trae al final algunas reflexiones, resultado de su análisis. Dice que para conocer nuestro medio social, la civilización que nos formó, debemos empezar por rechazarla, lo que resulta lógico aunque suene como exagerado. Dice que otras sociedades pueden no ser mejores que la nuestra, así estemos propensos a creerlo, pero para comprobarlo debemos desprendernos del conocimiento de la nuestra, no porque sea la única mala o completamente mala, sino porque se trata de la que debemos liberarnos para poder estar en condiciones de entrar a la segunda etapa de utilizar el conocimiento de las demás sociedades sin retener nada de ninguna. Así es como podemos desentrañar los principios de la vida social a la que pertenecemos, ya que los cambios que debemos producir provienen de ella misma.

Al ubicarnos fuera del tiempo y del espacio del modelo en el cual nos formamos para adentrarnos en sociedades más primitivas, corremos el riesgo de subestimar el progreso, pero nuestra posición permite ver cómo los hombres han emprendido la misma tarea, asignándose el mismo objeto en el curso de su devenir, donde sólo los medios han diferido. Esa es la actitud acorde con los hechos, tales como lo revelan la historia y la etnografía. Los defensores del progreso, en cambio, se exponen a ignorar las inmensas riquezas acumuladas por la humanidad a través de la historia por el poco caso que hacen de ella. A uno y otro lado del estrecho surco sobre el que tienen fijos los ojos, sobreestiman la importancia de los esfuerzos pasados o menosprecian todos aquellos que quedan por cumplir para el beneficio de la civilización.

Si los hombres sólo se han empeñado en una tarea: la de hacer una sociedad buena para vivir, las fuerzas que han animado a nuestros lejanos antepasados aún están presentes en nosotros. Nada ha sido jugado; podemos retomarlo todo. Lo que se hizo y se frustró puede ser rehecho: “La edad de oro que una ciega superstición había ubicado detrás (o delante) de nosotros, está en nosotros”. La fraternidad humana adquiere un sentido concreto cuando en la tribu más pobre se nos presenta nuestra imagen confirmada, y una experiencia cuyas lecciones podemos asimilar, junto a tantas otras. Hasta encontraremos en ellas una frescura antigua; pues sabiendo que desde hace milenios el hombre no ha logrado sino repetirse, tendremos acceso a esa nobleza del pensamiento que consiste, más allá de todas las repeticiones, en dar por punto de partida a nuestras reflexiones la grandeza indefinible de los comienzos.

Lévi Strauss nos lleva en su reflexión a India: “Un sueño de mármol” se dice del Taj Mahal; esta fórmula de Baedeker encubre una verdad muy profunda. Los mongoles han soñado su arte, han creado literalmente palacios de sueños; no han construido, sino transcrito. Así, esos monumentos pueden turbar simultáneamente por su lirismo y por su aspecto hueco que es el de los castillos de naipes o de conchas. Más que palacios sólidamente fijados a la tierra, son maquetas que vanamente tratan de alcanzar la existencia por la rareza y la dureza de sus materiales. No se trata de adentrarse en un culto sino de atender a él sin inclinarse ante ídolos o adorar un pretendido orden sobrenatural para rendir homenaje a la reflexión decisiva de un pensador o a la sociedad que creo su leyenda.

Para Lévi Strauss vivimos en varios mundos, cada uno más verdadero que el que lo contiene, y él mismo falso en relación al que lo engloba. Los unos se conocen por la acción, los otros viven pensándolos, pero la contradicción aparente que concierne a su coexistencia se resuelve en la coacción que sufrimos de otorgar un sentido a los más próximos y rehusárselo a los más lejanos; mientras que la verdad está en una dilatación progresiva del sentido, pero en orden inverso y llevada hasta la explosión. La contradicción se sufre cuando se aíslan los extremos. “Estoy perpetuamente llamado a vivir situaciones que exigen todas algo de mí: me debo a los hombres como me debo al conocimiento. La historia, la política, el universo económico y social, el mundo físico y el cielo mismo, me rodean de círculos concéntricos de los cuales no puedo evadirme por el pensamiento sin conceder a cada uno de ellos una parte de mi persona. Así como el guijarro, que golpea una onda y llena su superficie de círculos al atravesarla, para alcanzar el fondo debo antes lanzarme al agua”.

Dice Lévi Strauss que el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él, pero que el rol humano es oponerse a la decadencia, aunque la humanidad misma sea una máquina perfeccionada que trabaja en la degradación del orden original y precipita la materia organizada hacia una inercia cada vez mayor. Estas palabras, escritas en 1955 no sólo retratan una situación de degradación ambiental que se empezaba a reconocer y de la que Lévi Strauss fue pionero en escribir, sino que también resulta profética considerando las decisiones humanas que no cambian esta situación. “Desde que el humano empezó a respirar y a alimentarse hasta la invención de los instrumentos termonucleares y atómicos, pasando por el descubrimiento del fuego, y, salvo cuando se reproduce a sí mismo, no ha hecho nada más que disociar alegremente millares de estructuras para reducirlas a un estado donde ya no son susceptibles de integración. Sin duda, ha construido ciudades y ha cultivado campos; pero, cuando se piensa en ello, esas realizaciones son máquinas destinadas a producir inercia a un ritmo y en una proporción infinitamente más elevado que la cantidad de organización que involucran”.

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