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Obviamente que no vamos al cine a sufrir, pero algunas películas logran estremecernos de dolor. Disconnect (2012), del novel director Henry Alex Rubin, es una de ellas. Literalmente lo suyo es un dolor sin concesiones.

El film va de tres historias paralelas unidas por el sino de la incomunicación profunda, develada en sendos dramas activados por el uso sin desasimiento e irresponsable de Internet y las redes sociales. Una adolescente “broma” en facebook, cuyos ecos sacuden a familias enteras. Otra, el juego del ego de una ambiciosa y madura periodista que a través de Internet instrumentaliza e incordia a un joven stripper. En la tercera, la pena, soledad e incomunicación en una joven pareja, en duelo por la prematura muerte de un hijo, lleva a la mujer a un Chat obsesivo y tristísimo con un desconocido y al hombre a una compulsiva afición a las apuestas en la Red. Ese es el vamos del guión, en el camino se entrelazan levemente los personajes de las tres historias, adquiriendo una complejidad y giros que hacen del film una obra de arte.

Antes escribí que Disconnect activa en el espectador un dolor sin concesiones. Otros films, tanto o más desoladores, nos dejan un sabor dulce en medio del hondo amargo del drama, gracias a un gesto, a un giro en el guión o a la maravilla de las actuaciones. Aquí no es el caso. Pese a que el talentoso Rubin nos ofrece un guión con interesantes giros, un torrente de gestos sutiles y un elenco sorprendente que logra hacernos sentir la desolación y el dolor (Alexander Skarsgard, Jason Bateman, Hope Davis, Paula Patton, Andrea Risseborough, entre otros). Pero no, no hay nada dulce.

En Disconnect opera un calce de un todo tan perfecto: guión, locaciones y actuaciones, que es como si fuera una fría razón matemática (de Rubin) la que conduce un devenir ardiente de emociones sin alejarse nunca de su único fin: narrar historias que solo nos muestren desolación e incomunicación. Al final uno queda con la sensación que tal vez si tal cosa hubiese ocurrido en el guión, acaso no sería tan triste el sabor del film, que tal vez si esto otro, habría habido un respiro; pero no, imposible, uno mismo de inmediato reflexiona, porque si tal cosa otra hubiese ocurrido, no sería posible tal intensidad en el dolor. Por eso, reitero, Disconnect es un dolor sin concesiones. Y eso, en este caso, uno no sabe si aplaudir o llorar, o ambas cosas.

Quizá la razón y la opción emocional de Rubin simplemente ha sido mostrar como el lado doloroso de la existencia humana, ese ruido emocional, extrañamiento e incomunicación que nos ha estremecido desde la más profunda noche de los tiempos, hoy, Internet mediante, solo se ha amplificado por lo absurdo y lo fácil que es caer, sin quererlo, en sus redes. Y, también con ardiente razón, nos recuerda simplemente que lo más importante es cuidar los afectos, querernos, comunicarnos de corazón a corazón en nuestros microclimas emocionales (familias u otros). Tal como lo quería el lúcido de Heidegger ya a mediados del siglo XX, Disconnect nos invita a vivir la técnica con desasimiento y responsabilidad, en este caso a la Red de redes, que así como nos conecta nos desconecta.

 

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