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Era 1969 y mi mamá presentía que algo terrible iba a pasar. En ese tiempo mi papá era uno de los técnicos eléctricos en las minas de carbón de Lota, las que vivían su último esplendor. Su mejor amigo había muerto en el pique, y mi mamá solo quería salir de allí. Mi papá era Catalán y le había tocado vivir los horrores de la Guerra Civil cuando era muy niño. En 1956, junto a un sobrino, se embarcó hacia Sudamérica en busca de nuevos horizontes. En Santiago conoció a mi mamá, se casaron y se fueron a Lota. Comenzó a buscar trabajo y lo llamaron de la Anacona Copper Mine, en Saladillo, Los Andes. La tranquilidad de mamá se desvaneció cuando vio la empinada cuesta del camino internacional que lleva a la frontera con Argentina.  En ese cambio, nos reencontramos en Santiago con la familia materna y fuimos testigos de algo que parecía un colorido carnaval: Las candidaturas de 1970. Yo estaba asombrada con el ambiente pleno de banderas, bromas, canciones y debates entre los seguidores de Salvador Allende, Jorge Alessandri y Radomiro Tomic. En la casa de mi tía abuela, los parientes se reunían los domingos para hablar de sus candidatos, con la misma pasión con que hoy se habla de los Reality shows.  Se buscaba convencer al otro con argumentos que iban desde O’Higgins y los Carrera, pasando por la revolución de Pedro León Gallo, fundador del partido Radical, siguiendo con Balmaceda, deteniéndose en  los gobiernos radicales y deslizándose entre Alessandri o Frei Montalva.  Mi familia materna tenía tradición Radical. Todavía se hablaba de los dos bisabuelos que habían pertenecido a sus filas: el poeta Manuel Magallanes Moure (tío Pajarito), representante de las ideas de izquierda, y Manuel Magallanes Valderrama, reflejo de los radicales conservadores. Cuando ganó Allende, el sobrino de mi papá se aterrorizó y vaticinó una guerra civil en Chile. Todos se rieron. Le mostraron los libros de Eugenio Lira, donde se describían las peleas de los parlamentarios y sus reconciliaciones regadas, bailadas y bien comidas en la Quinta Rosedal. Por su parte, mi mamá contaba que cuando era soltera, como a la mayoría de los oficinistas del centro, le encantaba ir a ver las sesiones de los diputados en el edificio del Congreso. La entrada era libre y a la gente se divertía viendo a los políticos tirarse los tinteros por la cabeza y después, leer lo visto en los diarios. “En Chile nos tomamos la política con humor y nunca pasa nada”, decían los adultos entre brindis y empanadas.

Y en las montañas…

Los gringos de Saladillo parecían ajenos a esta euforia de la capital. Como la Anaconda era una empresa norteamericana, en la escuela del campamento se podía estudiar sin costo, pero en inglés. De esta forma, los niños chilenos bajábamos la cuesta todos los días rumbo a Los Andes. Las niñas íbamos al María Auxiliadora y los hombres al Instituto Chacabuco. Tal vez, sospecharon que algo iba a cambiar cuando Eduardo Frei Montalva fue a inaugurar una planta Concentradora a Río Blanco, antes de entregar el mando. Mi mamá estaba muy ilusionada con enseñarnos la importancia de los valores cívicos y nos llevó a la ceremonia para darle la mano a Frei. Aunque los adultos nos ocultaban información, corrían rumores de que pronto vendría Allende. El hecho coincidió con la organización que los gringos estaban haciendo para una extraña fiesta llamada Halloween. Todavía faltaba mucho, pero era el gran tema de los niños norteamericanos. Mi hermana y yo pensábamos usar los trajes de aragonesa y de sevillana que traíamos de Lota. Eran el legado de mi papá. Él se había atrevido a  romper el código machista de los mineros, ingresando a nuestra clase de ballet, con un  long play bajo el brazo y varias coreografías españolas en la cabeza, las que se habían presentado con éxito en el teatro. Cabe explicar, que mi papá fue de aquellos que protestaba en contra de Franco, bailando sardanas y declamando poesías en catalán, tradiciones  prohibidas en esa época.

La Nacionalización

El jeep que manejaba mi papá se desbarrancó y él murió poco antes de que Salvador Allende llegara a la Anaconda, la que estaba a punto de convertirse en Codelco-Chile. Recuerdo que el acto se realizó en la cancha fútbol, bajo las montañas nevadas y el cielo muy azul. No puse atención a lo que dijo, pero me sorprendió ver los rostros felices de los mineros. Mis sentimientos eran encontrados. Yo tenía ocho años y me costaba entender que mi papá no solo no estaba allí, sino que nunca regresaría de la mina. En tres días desaparecieron los norteamericanos de Saladillo. Embalaron sus cosas y salieron a toda velocidad en sus camionetas. Una señora gringa, muy simpática, a la que le íbamos a pedir estampillas (las más lindas eran las del pabellón de los japoneses), nos salió al encuentro con un baúl que portaba a una muñeca con su vestuario. Dijo que era por mi papá. Luego, se despidió y se fue. De repente, las calles quedaron vacías, silenciosas. Entonces, vi algunos niños chilenos recogiendo caramelos. Decían que eran los del fallido Halloween, que los gringos habían arrojado antes de marcharse.

Mi mamá consiguió trabajo en Codelco y nos fuimos a Santiago. El ambiente político ya no era festivo, se acabaron las conversaciones domingueras y el sobrino de mi papá regresó a España. Recuerdo que estábamos viendo la miniserie “La sal del desierto”, cuyo protagonista  era Balmaceda (Jaime Vadell), cuando mi mamá hizo otra profecía: “Allende va a terminar como él; son muy parecidos”. El 11 de septiembre de 1973, mi mamá regresó del centro diciendo que estaban bombardeando La Moneda. Cuando en las noticias anunciaron que Allende se había suicidado, me di cuenta de que estaba viendo no solo el capítulo final  de Balmaceda, sino que de un estilo de vivir y sentir en Chile.

*Periodista y Máster en Comunicación Política, Universidad de Chile

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