Compartir

Hay ciertas palabras que desencadenan un vendaval de recuerdos en mi mente. Angol es una de ellas. La ciudad de los Confines, como también es conocida, ha sido siempre un lugar muy importante para mi familia. Es la ciudad de los Arévalo, al menos de la rama de esa familia, a la cual pertenezco. Es la ciudad donde han nacido varios de mis hermanos también; porque mi padre llevaba allá a madre a finales de su embarazo, para que fuera cuidada por mi abuela y sus hermanas.

Angol era para mi destino intermedio o final, después de largos viajes ya sea en auto o en tren, para visitar a mi abuelita Petronila Vilugrón (Q.E.P.D.) y a mis tíos, tías, primos y primas Arévalo. El origen del viaje a Angol era al principio Ancud, en Chiloé y luego Santiago.

Recuerdo los primeros viajes en el Opel Record verde saliendo desde Ancud. Eran viajes largos, con parada y pernoctada obligada en Puerto Montt. Viajes con olor a sándwich de ave y huevos duros, mezclado con el olor a plástico, que salía de los asientos del auto, cuando les daba el sol. Me acuerdo también de las paradas al baño en las estaciones Copec y de la carretera interminable.

Cuando el viaje era por tren, significaba también una gran aventura. Los vendedores, con sus canastos, llenos de botellas de bebidas, que manejaban; apoyándolo en el zapato y que al caminar subían y bajaban, con gran maestría. Su grito tradicional era, cómo olvidar, “Malta, Bil y Pilsen”. También estaban las vendedoras de Tortas Montero de Curicó con sus blancos delantales. Otro personaje del tren era el cobrador, que usaba un traje negro y un gorrito que decía FFCC del E (Ferrocarriles del Estado) y que llevaba en su mano un artefacto metálico, con el que perforaban unos boletos de grueso cartón, color café claro con letras y números rojos y negros. El viaje además incluía un trasbordo en San Rosendo. En esa ciudad, bajábamos del tren que iba hacia el sur y subíamos a otro, más pequeño, que se internaba por el ramal que nos llevaba finalmente hasta Angol. Al final del viaje, los boletos con varios hoyitos, uno por cada pasada del cobrador, nos era regalado como recuerdo.

Al llegar a casa de mi abuela, ella nos estaban esperando acompañada de mis tías, tíos y primos; quienes nos recibían con gran alegría. Después de los saludos y sus correspondientes besos y abrazos, venía el almuerzo o la cena, que siempre empezaba con cazuela. La cazuela en casa de mi abuelita era el equivalente a la sopa en nuestra casa. Era solo para empezar la comida. A mi no me gustaba mucho la verdad; no era que tuviera mal sabor, ni que yo fuese mañoso para comer; lo que ocurría es que a mi abuela y a mis tías les gustaba mucho el ají, por lo que la cazuela era enferma de picante, y por lo tanto, después de comerla, terminaba con la boca ardiendo.

Los almuerzos y las cenas transcurrían siempre en el comedor principal de la casa. Ese sala tenía un par de mamparas de vidrio, que siempre que las veo me transportan a un momento particular de mi infancia. Fue durante unas vacaciones, cuando ya estábamos viviendo en Santiago, así que debo haber tenido unos 7 u 8 años. Resulta que en Santiago teníamos un vecino, que era mi amigo. Se llamaba Leonardo, y le decíamos Leo. El Leo, debe haber tenido unos 25 años más o menos, y vivía con su esposa y su hijita en la casa al lado de la nuestra. El Leo, era oriundo de Laja, y había hecho su servicio militar en la Escuela de Paracaidistas del Ejército; donde lo habían dejado medio rayado. Sin embargo era una muy buena persona. Al poco tiempo de llegar a Santiago consiguió trabajo en la Dirección de Deportes del Estado, y fue nuestro entrenador de Basquetbol en el Club Unión 23. Yo de pequeño, siempre miraba el cuello del Leo, porque cuando hablaba le subía y le bajaba la manzana de Adán. Eso a mi me parecía muy atractivo; así que no encontré nada mejor que, un día cualquiera, después del almuerzo en Angol, juntar un montón de cuescos de durazno, sentarme atrás de una de las mamparas y ponerme a tragar cuescos, para tener la manzana de Adán como el Leo. No sé cuanto duró mi delirio, ni cuantos cuescos me tragué, pero si sé que cuando me empecé a atragantar desistí de mi intento de tener una manzana de Adán como la de Leo.

Después de la tradicional comida de bienvenida, con la risa y las historias de los grandes (que incluía acordarse de cuando yo era más pequeño y me hacían recitar diciendo “soy chiquitito como una pepita de ají etc etc”), venía la repartija de sobrinos. Es que como éramos tantos hermanos, no había camas para todos en casa de mi abuela; así que éramos asignados a distintas casas de mis tíos. Nunca supe el criterio que se usaba para distribuirnos, pero si recuerdo que era muy entretenido porque en cada viaje, nos tocaba una casa distinta. Así, al cabo de un tiempo, ya había pasado por todas; inclusive a veces en más de una, si de vacaciones de verano se trataba. De hecho siempre tenía una parada obligatoria en casa del tío Hernán (Q.E.P.D.), por invitación de mi querida tía Juana.

Recuerdo una vez que me tocó dormir en casa del tío Humberto y la tía Mirta (ambos Q.E.P.D.). Ellos, que no tuvieron hijos, vivían solos en una casita de madera interior que tenía un naranjo en el patio. Una madrugada, escuché ruidos entre las paredes y el techo. Eran ruidos de patitas que iban y venían. A pesar de que estaba muy asustado imaginando el tamaño de los ratones que nos acechaban, mantuve la calma; hasta que, de repente, sentí un ruido como de un papel que se raja, seguido de una cosa que saltaba desde la pared a mi cama. En ese momento no aguanté más; pegué un grito y salte como dos metros, hasta la cama de mi hermano, que se despertó con mi aullido y con mi presencia pegada a su espalda. Parece que después se burló de mi, y contó a mis primos y tíos mi acto de cobardía extrema. No me importó mucho, era el precio que tenía que pagar por haber sido salvado de morir de miedo.

Angol no era solo ratones que saltaban desde las paredes, era mucho más que eso. Angol era también cine. Existían en esa época dos salas. Una estaba en la Plaza de Armas y se llamaba Teatro Rex y la otra, el Municipal, estaba en calle Caupolicán. Yo no iba al cine en Santiago, porque era muy chico; sin embargo en Angol, podía ir con mi primos a ver tres películas pagando una sola entrada. Como además, no se respetaba la restricción de edad; podía ver películas para mayores sin ningún problema. Las películas que más recuerdo eran las de guerra como Guadalcanal, las del Oeste, especialmente las italianas como El Bueno, el malo y el feo; y hasta una para grandes que se llamaba “En casa de Rosita no se usan pijamas”.

La ciudad era también, bañarse en la Arcadia; un río de agua tranquilas y transparentes, al que íbamos con mis tíos y primos; montados en la parte trasera de la camioneta Chevrolet, blanca con gris, del tío Nibaldo.

Ir a bañarnos, ya fuera a un río o al mar representaba un momento de gran estrés para mi padre. Mientras nos bañábamos, él, que no sabía nadar, no se metía al agua. Permanecía en la orilla, gritándonos que no fuéramos tan adentro, que no hiciéramos esto o aquello. Esta actitud de mi padre no la entendía y me daba un poco de vergüenza. No hace mucho, mi hijo, al saber de esta historia, le preguntó a mi padre porque le tenía tanto miedo al agua. Para nuestra sorpresa, él contó algo que hasta ese momento todos desconocíamos. Dijo que su miedo al agua, tal vez, se lo había transmitido mi abuela, a quien, cuando era pequeña, cruzando un río, se le había soltado de las manos una hermanita pequeña, a cual se la llevó la corriente y a quien nunca pudieron encontrar.

Durante mis vacaciones en Angol, una de mis mayores entretenciones era ir a vender a las librería de mis tíos. Existían y aún existen dos, y las dos se llaman igual “Librería Ercilla.” Una, la que está al otro lado del río, era la del tío Hernán, la otra es del tío Nibaldo, y está ubicada a pasos de la plaza de armas. Ir a vender a la librería era una gran diversión, desde atender al público, envolver los paquetes hasta cobrar y dar el vuelto. Mis tíos siempre con gran humor y paciencia, nos permitieron, cada verano, a mis hermanos y a mí, jugar a ser vendedores en sus librerías. Además, al terminar las vacaciones nos regalaban libros, cuadernos y lápices, para el nuevo año escolar. Ese es solo un pequeño ejemplo de la gran generosidad y cariño de mis tíos; algo que hasta hoy agradezco y que nunca podré olvidar.

La librería del tío Hernán, tenía una particularidad. Además de vender libros, cuadernos, lápices, y otros artículos de escritorio; allí se hacían timbres de goma y se contaba además con una pequeña imprenta donde se hacían boletas, facturas y otras cosas, incluyendo propaganda política, en época de elecciones. La imprenta era también un excelente lugar de juego. En ella trabajaba el maestro Placido (Q.E.P.D.), un señor bajito, muy risueño y con una paciencia de santo, que respondía a todas mis preguntas y me enseñaba a armar las cajitas con letras metálicas y a imprimir los papeles, en la antigua máquina imprenta de color negro y con una rueda enorme en su costado.

Aunque mi abuelita Petronila, con su andar apurado, su pelito blanco y su moño, no está hace muchos años. Aunque el tío Hernán con su sonrisa ya no atiende en la librería Ercilla del otro lado. Aunque el tío Che, ya no está más tapizando muebles en su taller; ni está la tía Mirta, recibiéndonos en su casa con su gran sonrisa. Aunque tampoco está la tía Alicia, a quien le brillaban los ojitos cuando me hablaba del Chicho en la cocina. Aunque el tío Fernando tampoco está trabajando en el Correo o atendiendo la tercera Librería de la familia. Cada vez que regreso, camino por las calles de la ciudad, visito a mis parientes, entro a sus casas, y a las librerías; se me agranda el corazón, al recordar todo lo vivido y al sentir nuevamente todo el inmenso cariño de mi querida familia, los Arévalo Vilugrón de Angol.

 

Compartir

8 Comentarios sobre “Angol

  1. HOLA,tocallo ,estoy hoy iniciando un Testimonio y buscando algo sobre Angol,encuentro su hermoso relato,muy bien hecho.
    Quien opina es un ex Angolino, parte de una numerosa como eran todas en esa época.
    MI FAMILIA TRONCOSO CISTERNAS ,fuimos como 14 hermanos. Mayoria de mujeres,pero sobrevivimos 6.
    Conoci a la Familia Arevalo,y con quien tuve mas contacto fue con Don Hernan.
    Yo sali a los 17 años de Angol,ahora tengo 74.
    Me dio una alegria ver esta página que abri como: ANGOL ,ciudad de Los Confines.
    Recuerdo a las Familias: Cerda ,Gallegos, Rioseco,Vasquez,Soto,Aroca ,por mencionar algunas.
    Saludos

    1. Muchas gracias Sergio por su amable comentario, le cuento que hace muy poco estuve en Angol, despidiendo a la querida tía Juana Vilalobos, viuda del tío Hernán.
      Saludos,
      Sergio

  2. Grande Sergei, cronista de la nostalgia de los barrios de la infancia. Lleno de sutilezas, tus crónicas abren el dique de los propios recuerdos. Un abrazo

  3. Que hermoso relato.
    Yo nací en Santiago, pero me crié en Angol y leer el relato, me hizo recordar mi infancia.
    Era de todos los años ir a comprar nuestros útiles a la Ercilla, tanto la de avenida O’Higgins, como a la que estaba cerca de la plaza… Y en ambas nos atendían excelente.

    Gracias por hacerme rememorar mis años de infancia en mi querido Angol de Los Confines

  4. Bello, me encanta este Arévalo y su pluma que desentraña el Chile que nos parió, un Chile con sabor a Chile, un Chile con infinita dignidad y rico en cosas muy distintas a los objetos, collares de cuentas de vidrio, basurita, juguetitos desechables. Gracias Sergio, muy bello.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *