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Leyendo un diario estadounidense me topé con una curiosa noticia. Sugería cuánto dinero debían poner los padres bajo la almohada de sus hijos a cambio de algún diente de leche. El artículo ofrecía sitios web para calcular el “precio” de la “Tooth Fairy (Hada del diente) en cada uno de los 50 estados del país. La cifra más baja era cinco dólares y la más alta, veinte. El análisis recomendaba ser cuidadosos, ya que los niños siempre comparaban con sus pares. Me quedé perpleja. ¿Desde cuándo la magia de los dientes de leche eran tema de una página de negocios?

Cuentos y Juegos

Buscando una respuesta, retrocedí a mi infancia, la que transcurrió durante los años ’60 en el pueblo minero de Lota, en el sur de Chile. La “desgracia” de Lota era no tener televisión, ya que las ondas solo llegaban hasta las grandes ciudades. El desafío de los padres era mantener a los niños entretenidos en una zona húmeda, de larguísimo invierno y de mucha lluvia. En aquel ambiente, los cuentos de hadas eran puertas abiertas hacia  la imaginación.  Cabe señalar, que los libros se compraban en las versiones originales, las mismas que los psicólogos de hoy desaprueban por su contenido de violencia y sangre. Curiosamente, ninguno de mis amigos parecía preocuparse de estos terrores. Con el fin de “hacer durar” la lectura, los padres solían inventar atracciones inspiradas en algún relato.  Así, cada familia proponía un juego o “historia” que los demás vecinos compartían en las visitas. Mi papá, por ejemplo, inventó la “Fiesta de las Hadas”. Una vez, caminando por alguno de los bosques cercanos, él nos habló de los misteriosos seres que allí vivían y que podían ser invitados a “tomar onces”. Sorprendidas, mi hermana y yo le preguntamos cómo se lograba esa maravilla. Mi papá, simulando confesar un importante secreto, nos explicó que para convocar a estos seres, había que instalar una mesita en el patio, con mantel y un juego de té. La mesa debía estar presidida por nuestros dos peluches principales: el oso “Peludino” y el burro “Platero”(este burro lo había comprado mi papá después de leernos la historia “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez). Luego, teníamos que vestir de gala a las muñecas y decorar el entorno con ramas, flores y guirnaldas de papel. Cuando queríamos organizar esta fiesta, le pedíamos a mi mamá retazos de telas y con la ayuda de algunas vecinitas, cosíamos vestidos nuevos para las muñecas. Finalizada esta etapa, ella nos proveía de papeles  y cartones para confeccionar las guirnaldas, los sombreros y corbatas de los peluches. Dejar todo listo significaba unas tres tardes de trabajo. Luego, nos íbamos a dormir. Al día siguiente ¡Sorpresa! encontrábamos monedas de chocolate en las tacitas, las que corríamos a compartir con las vecinas ayudantes.

Juego de mesa infantil - Fotografía de Mariluz Soto

Otras familias tenían habilitada la pieza de los fantasmas,  el patio de los palos o el día  de los tarros ruidosos. Si fallaban los cuentos, las mamás aprovechaban las cocinas de hierro, que se mantenían encendidas todo el día con carbón, para hornear pan o hacer pasteles junto a sus hijos, delicioso pasatiempo que siempre tenía buena acogida.

Viejas películas

Aunque había cine, pocas eran las películas para niños.  La más importante fue “Blanca Nieves”, clásica reposición de 1937. Esta cinta generó gran empatía con los mineros del carbón. La imagen de los siete enanitos bajando hacia el “pique” y cargando vagones con gemas de cristal, impulsó a muchos papás a ir con sus hijos a conocer la faena. Bajo esta motivación, mi papá nos llevó varias veces a la “Casa de Fuerza”, que era el edificio que proveía de energía a los túneles. Caminar por las instalaciones era todo un descubrimiento. A veces, mi papá abría las puertas de los ductos de ventilación y un brisa tibia nos desordenaba el pelo.  Él nos explicaba que era el aliento del dragón, la mascota de los mineros. Después, nos dejaba escuchar los crujidos de las ruedas de los vagones que subían por los rieles, hasta que los veíamos salir al exterior, girar, botar la carga y regresar a las misteriosas profundidades. La visita finalizaba con el ruido de las sirenas que anunciaban la subida de la “Jaula”. Expectantes, veíamos girar las poleas y las serpientes de acero hasta que el ascensor llegaba y las ampolletas de los cascos llenaban de estrellas el cielo del atardecer.

Juguetes sin marca

Los mineros de la Maestranza eran los más requeridos durante la Navidad. Por alguna curiosa razón, no se organizaban fiestas con la presencia del Viejito de Pascua. Los padres incitaban a los niños a escribirle, pero preferían que no lo vieran. Como no existían referentes, cada niño pedía lo que su imaginación dictaba: arañas gigantes, ciudades en miniatura, perros bailarines, pistolas con luces. Por supuesto, casi ninguna de estas cosas existía. Así, la gran solución eran los mineros de la Maestranza, finos artistas del tallado. Sin mucho drama, bajo el árbol de Navidad, aparecían casitas, trenes, caballos, rompecabezas y trompos de madera. A veces, algunas mamás viajaban como delegadas a Concepción o a Santiago para comprar lo que encontraran  dentro del presupuesto. Ningún niño reclamaba porque los regalos no se ajustaban a lo solicitado. En cuanto a las marcas, nadie sabía qué diablos era eso.

Juego infantil - Fotografía Mariluz Soto

“Aterrizaje” en Santiago

Esta realidad se derrumbó cuando nos fuimos a vivir a Santiago en 1971. Mi papá había muerto en un accidente minero y mi mamá, por ser santiaguina, tenía en la capital a sus parientes, quienes la ayudaron a encontrar trabajo. En aquel entonces, los niños de la ciudad jugaban poco y cortito, ya que todos estaban ansiosos por ver “Música Libre”, “Viaje a las Estrellas” y la telenovela “Muchacha italiana viene a casarse”. El gran temor era ser confundido con un “cabro chico” y todos aspiraban a ser grandes. Durante tres años, con mi hermana seguimos inventando juegos dentro de la casa, hasta que varias de mis tías le aconsejaron a mi mamá tomar medidas. Era hora de que nos convirtiéramos en normales adolescentes santiaguinas.  Entonces, mi mamá negoció con nosotras. A cambio de los juguetes, nos dio permiso para decorar  la habitación con afiches de cantantes y recortes tomados de las revistas “Ritmo” y “Paula”, complementos televisivos y  voces de vanguardia en gustos, modas y opiniones de la juventud. Como queríamos tener amigas, aceptamos. Los juguetes más lindos fueron retirados de nuestra vista y regalados a temidos “cabros chicos”. Distinta suerte tuvieron los más viejos y deteriorados, que eran nuestros favoritos. Mi mamá nos dejó despedirnos de ellos, los envolvió en un chal y los puso en una caja frente a nuestra calle.  Nos explicó que el ropavejero se los llevaría al amanecer. Esa noche llovió torrencialmente y yo me la pasé asomada a la ventana, llorando. No soportaba ver al  oso “Peludino” y al burro “Platero”, mojándose sin piedad, lejos de las hadas y de los bosques. Así fue como mi hermana y yo entramos al mundo de la “Caja Idiota”, la publicidad y la cultura de masas. Así fue, como la magia de los cuentos pasó a ser un producto más de consumo.

 

 

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4 Comentarios sobre “Una infancia sin televisión

  1. Gracias Colombia. Al parecer nuestra generación está en el medio, en un momento de transición de juegos naturales, imaginación, aire libre y contacto con amigos, ý un Nuevo modo de ser infantile que partió con la television y siguió hasta la tecnología total, sin imaginación ni aire libre.

  2. Yo también crecí en la provincia, en un pueblo del Caribe llamado Valledupar. Por su cercanía a Venezuela, yo tuve una infancia colmada de bellos juguetes importados, con muñecas italianas y una bellísima casa gringa tipo georgian de tres pisos entre otras maravillas que traían de contrabando desde ese país. Sin embargo, mis hermanos y yo gozábamos más jugando en el jardín haciendo caminos en la tierra, plantando arbolitos y haciendo lagunas y sinuosos ríos, por donde pasaban nuestros pequeños autitos matchbox. También nos parecía mágico bañarnos en la lluvia tropical o ir a tomar el té con porcelana china miniatura en el techo de la casa… Me encantaba también escuchar los discos de cuentos en mi pequeño tocadiscos portátil. Los fines de semana eran para ir a disfrutar de la naturaleza en las fincas de mi papá. Bañarse en los pozos del río, andar a caballo o perseguir mariposas era una delicia… Esos eran los tiempos del volantín que ya no volverán. Ahora los niños se divierten de una manera que aún no puedo entender… el trompo, la tierra, los autitos, imaginar personajes, ya no son de esta era. Todo el día en el computador, comunicados con los amigos de manera virtual, imaginando mundos “animé” o divirtiéndose con juegos online… qué es esto? mi hijo me dijo un día: quiero aprender japonés y yo le respondí: mejor el chino mandarín, será el idioma del futuro. Me respondió: no mamá, quiero japonés para entender en su idioma original las películas “animé”… Exijo una explicación!

  3. Mis recuerdos de niñez, están acompañados de juegos creativos, de muchas risas y complicidad con mi familia y amigos. Éramos muy humilde, sin embargo mis padres siempre nos proporcionaron juguetes, hechos por sus manos. Tuve una chancha de género: ” Dorotea” y la amé hasta adulta, tenía una jardinera de color guinda, con rayas…cada muñeca de género o baquelita era bautizada por mi padre, quién, aprovechaba, de explicarnos valores para la vida. Mientras mi madre preparaba calugas caseras que repartía a los invitados. Tengo los más lindos momentos de juegos, guardados. Es ahí, donde acudo, a esos momentos, cuando necesito re armarme.

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