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Mi amigo y compañero Julio Pastor, un comunicador como la copa de un abeto navideño, considera que el adviento es el prólogo de una farsa. Aunque quienes le rodeamos combatimos su idea, tal vez no le falte razón en alguna de sus perspectivas: la Navidad es una mojiganga dramatizada a partir de la escasez de conciencia durante el resto del año. Vista así, las fiestas que celebran el nacimiento bíblico de Jesucristo no son más que una representación protocolaria del afecto y una exaltación animosa de la amistad.

A la visión de Julio ha contribuido decisivamente la comercialización de la Navidad. No nos engañemos, la culpa no es de El Corte Inglés ni de Apple, ni siquiera de Macy’s. La responsabilidad descansa en sus clientes, en una sociedad que ha orillado el mandato de los valores y los ha convertido en entretenimiento casual. Los principios han quedado apilados en las estanterías de un gran almacén para que cada comprador coja el que le convenga en cada momento. Un valor para cada tiempo, un principio para cada circunstancia.

Esta sociedad consumista es un colectivo que se articula como la suma de individuos, desprecia la fuerza de la comunidad, salvo para protestar, se estremece con las catástrofes televisadas y asiste compungida pero inmóvil a la perseverancia de la desigualdad.

La Navidad se ha convertido en un muñeco gordote, anónimo e indolente. Sus barbas son tan falsas como sus promesas. Sus arrugas son tan superficiales como sus sentimientos. Sus piernas son tan endebles como su moral. Es un personaje de relleno, amondongado, inconsistente. Circula por un escenario que se ilumina a principios de diciembre y se apaga cuando se agotan las rebajas de enero. Llega, saluda y se despide hasta el año que viene, cuando volverá a representar cansinamente su papel.

Entiendo a Julio cuando se resiste a vestirse de Santa Claus. Le comprendo cuando reniega de las imposturas sentimentales. Le reconozco cuando clama contra una farsa que envuelve al espíritu de la Navidad, lejos del alma de la Humanidad. Me solidarizo con su rebelión, su combate contra la falacia del “hoy sí, mañana solo tal vez”.

Hemos comercializado las Pascuas cual estreno de temporada.

Acabemos con esta farsa. Convirtamos estos días en un tiempo permanente, en un estado vital, en un sentimiento sincero. La raíz del afecto no puede limitarse al reflejo de las bolas del árbol de navidad, debe prender en las raíces más profundas de la condición humana. Porque los valores no se compran ni se venden ni son, como los adornos, de quita y pon…

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