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Sobre mi velador hay un montón de libros haciendo equilibrio; arrinconada por ellos está mi lámpara y  escondido entre ambas columnas mi reloj despertador. Ahí están mis favoritos, a la mano para acariciarlos, otros que he dejado a medias y, aguardando su turno, están los que me hacen grandes promesas.

Sobre mi velador hay leyendas, aventuras, historias personales, colectivas, sentimientos, pasiones, ilusiones, profundas reflexiones hechas poesía, ensayos, novelas, todo un mundo recorrido y por recorrer, tesoros de espejos sin tiempo o, por el contrario, con todos los tiempos. En mi velador guardo un mundo, el pasado, presente y futuro.

Leía una mañana sobre el placer de viajar, de lo pródiga que es la tierra, no sólo de diversidad de parajes, frutos y habitantes, sino de sensaciones y aprendizajes que se granjean al enfrentarnos y relacionarnos en su recorrido, ello, si lo hacemos (o nos abrimos) en actitud de viajero espiritual.  De esa manera la travesía concluye en un viaje hacia a uno mismo.  Decía el texto: “según la tradición Sufi, la humanidad se originó ‘allende las estrellas’ y está en el camino de regreso a la fuente”. Una bella metáfora del camino y del viaje.

Me emociona la expectativa de moverme sobre el planeta, es decir viajar. A pesar de la globalización y alternativas de financiamiento y tecnologías de información, aún nuestra tierra nos reserva rincones sorprendentes: es que nuestra madre es mucho más que lo evidente.  Sin embargo persisten las barreras no sólo para levantarse un día, coger la mochila y seguir al sol, sino que teniendo la posibilidad de hacerlo, somos incapaces de observar lo que nos regala el camino. Afortunadamente están aquellos que nos han legado sus viajes hacia algún lugar y nos los han ofrecido en sus libros.

Existimos otros que viajamos con nuestros sueños y con una imaginación reservada o desatada tenemos la capacidad de relatarlos y en ese proceso abrir mundos desconocidos y múltiples caminos. ¿Qué más grande que el universo que guardamos dentro?  Hay más de una o dos formas de viajar si somos conscientes de la búsqueda por alcanzar esa fuente que tiene el don de saciarnos, que nos ofrece su espejo para vernos y saber quiénes somos.

Decía una apreciada persona que algo de tristeza le embargaba presenciar la soledad de una librería, a raíz de ello surgió esta reflexión. La relación escritor-lector, así como los lazos que surgen a partir de otras manifestaciones artísticas, constituyen una necesidad que no dejara de existir, son alimento y remedio para un espíritu siempre en inquietante búsqueda, un proceso íntimo de comunión, creación y esperanza. Tal vez esa retroalimentación esté en baja o en desuso y sea necesario redescubrirla e impulsar sus bondades, ante la urgencia de un momento histórico-económico-social-cultural en que la felicidad surge de lo banal, se oferta y compra en un mercado, donde se presenta en variadas formas y precios y al alcance de todos los bolsillos, pero de probada fugacidad.

Los seres humanos guardamos un alma viajera; antaño, en nuestros albores, nos entendíamos mejor con nuestra existencia, con la tierra y sus caminos: estábamos integrados.  En algún momento del largo recorrido hasta hoy nos perdimos en un cruce con señales encontradas. Sin embargo, el viajero siempre está ahí, para algunos más inquieto, para otros quizás adormecido o atormentado, se manifiesta de variadas maneras, quiere retomar su ruta. Nada más fácil que hacer uso de nuestra libertad, tomar la mochila e iniciar el viaje con la provisión de libros, lápices y papel.

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