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Tenían razón las candidatas a miss universo cuando les pedían un mensaje para el mundo y ellas respondían: ¡Salven a las ballenas! Para algunos esta frase hecha, solo sirvió para hacer bromas y mofas, sin entender el profundo clamor. Si no me cree, le doy el ejemplo de Japón y su “caza científica”: actualmente, la cuota de pesca para Japón puede bordear las mil ballenas por temporada, el mismo país que mantiene una cueva (ya no tan) secreta en la ciudad de Taiji, donde cada septiembre encierran a miles de delfines en una pequeña bahía. Una parte de ellos es masacrada en el agua con largos cuchillos para luego llevarlos a la mesa de algún restaurante. La otra parte viva se vende a los parques acuáticos y zoológicos del mundo.

El premiado documental The Cove consigue filmar clandestinamente la agonía de estas especies. En las imágenes se escucha a uno de los trabajadores que goza al contar que estuvo en Chile y que considera al país como la “meca” para las ballenas azules, “donde miraba, había ballenas… yo tengo experiencia matando delfines, pero las ballenas son diferentes, son enormes…”, dice el japonés alrededor de una fogata. Lo que no sabe este hombre es que desde el año 2008 Chile fue declarado zona libre de caza de cetáceos. Sin embargo, no se puede huir de la historia.

La ballenera de Quintay

A 125 kilómetros de Santiago está Quintay. La caleta de pescadores, la playa chica, la playa grande y su gigante cerro Curauma imprimen una postal de colores perfectos de esta hermosa costa rocosa que pertenece al municipio de Casablanca. En la punta sur de la caleta, entre dos peñones antiguamente separados por el mar, está la ex ballenera levantada en los años 40’.

Fotografía: Nicole Etter Iribarren

Don Pedro Tronche es la persona que hoy está a cargo de cortar las entradas en la ventanilla. Fue trabajador de la ballenera durante los “años bien pagados”, esos años en que las faenas requerían tres turnos durante todo el año. Se pasa el dedo por la lengua, cuenta las entradas y corta los comprobantes de que hemos pagado los seiscientos pesos; este ingreso más aportes privados financian las actividades de la Fundación Quintay, organización que obtuvo por concesión, parte de los terrenos de la antigua ballenera.

Don Pedro se asoma un poco más a la ventanilla y con su brazo izquierdo indica por dónde debemos comenzar, repite el discurso de bienvenida: “Mire, yo le voy a explicar, en el primer galpón está una exposición de dibujos sobre las ballenas; en el segundo está la exposición principal y permanente y en el tercero hay información sobre las ballenas. Los baños están aquí a la vuelta, detrás del poema de Neruda”.

(Fragmento)
La Ballenera de Quintay, vacía
con sus bodegas, sus escombros muertos,
la sangre aún en las rocas, los
huesos de los monárquicos cetáceos,
hierro roído, viento y mar, el graznido
de albatros que espera…

Fotografía: Nicole Etter Iribarren

No es una exageración decir que la antigua ballenera se parece a un campo de exterminio, cruzar el portal de entrada recuerda a una de las películas más escalofriantes sobre el castigo y la desaparición. Y aunque a diario nos alimentamos de productos que también son capturados con arpones, jaulas y anzuelos, nada es tan violento como imaginar el cuerpo de un cetáceo y su inmensidad; primero luchando por escaparse de arpón y luego faenado hasta los huesos en una plataforma sangrienta. La inauguración de la ballenera fue en 1943, propiedad de la empresa INDUS, la misma empresa que en los años 20’ saltó a la fama con su jabón “gringo”. Una sociedad anónima conformada por hombres de negocios de Valparaíso y Santiago, y que hoy es uno de los íconos de aquella época de captura indiscriminada de los recursos naturales. Años antes y a raíz de la escasez internacional de grasa, INDUS había experimentado la captura de ballenas en aguas patagónicas. Aprobada la aventura, decidió tener sus propias materias primas para la elaboración de productos químicos e instaló la ballenera de Quintay e Iquique.

Fotografía: Nicole Etter Iribarren

Especialistas alemanes e ingleses y cientos de trabajadores chilenos llegaron hasta Quintay para en una primera etapa, rellenar el espacio de mar que había entre los dos islotes. En el cerro que está a un costado, se instaló el campamento para dar alojamiento, entretención y atención médica a los miles de obreros que se quedaron para las faenas balleneras. Ya en pleno funcionamiento, desde la altura, la alfombra roja se extendía a sus pies.

En el documental El Fantasma de Quintay, Don Pedro cuenta que la grasa llegaba hasta la arena de la caleta, que el olor de las ballenas en espera de ser faenadas espantaba a los visitantes y asume con tono pesaroso que ver los arpones incrustados en los lomos de las ballenas lo dejaba triste, más aún cuando las crías, con su canto desesperado, perseguían el hilo de sangre de sus madres.

Ocho barcos cazadores eran los protagonistas de esta lucha a muerte librada mar adentro y a sangre fría. En ocasiones, la macabra estrategia de matar a la cría era eficiente porque sabían que las ballenas adultas harían un círculo para protegerla, momento en que lanzaban sus arpones explosivos para liquidarlas. Luego, les inyectaban aire a presión para que flotaran y los pescadores pudieran arrastrarlas con los botes hasta la costa, hasta el muelle, hasta el campo de exterminio.

Fotografía: Fundación Quintay
Fotografía: Fundación Quintay

En el año 1946 se formó la Comisión Internacional de Ballenas (IWC en inglés), grupo encargado de prohibir la caza de ballenas; en realidad lo que hizo la Convención fue establecer las cuotas y fechas para la captura. El representante de Chile era el empresario Agustín R. Edwards, miembro del directorio de INDUS y se dice que el abogado de la compañía comenzó una cruzada para que Chile asegurara su riqueza ballenera por medio de la delimitación de la soberanía nacional marítima. Se incluyeron artículos de prensa y editoriales en el diario El Mercurio y se habla que una de las razones para explicar las 200 millas marinas es que el radio de acción de los buques cazadores de la empresa INDUS era justamente de 200 millas. Pero son coincidencias. De todas maneras, los resultados de la Convención no fueron favorables para Chile, ya que se limitaron las estaciones balleneras terrestres y el periodo de sus operaciones.

Hasta 1964, todo el sufrimiento de los cetáceos se convirtió en jabón, aceite, detergente, carnes y otros productos que hoy se pueden sustituir químicamente. A partir de ese año, la ballenera pasó a manos japonesas que trajo sus titánicos barcos frigoríficos; los cetáceos se convirtieron en carne para el mercado nipón y aceite para el consumo nacional.

Las industrias balleneras llevaron esta especie casi a la extinción. Desde 1986, las ballenas y cachalotes están protegidos en cuanto a la caza comercial, pero los delfines todavía no tienen resguardo. Japón, Islandia y Noruega siguen a la cabeza del grupo de países que se oponen a la protección de estas dos especies y la organización internacional Sea Shepard Conservation Society los persigue por los océanos para bloquear sus capturas.

La Ballenera de Quintay cerró en 1967, cuando Chile firmó la moratoria internacional y pasaron 30 años hasta que apareció la primera ballena cerca de sus costas. Ahora, el pueblo se levanta orgulloso frente al océano, casi sin ballenas pero con una rica biodiversidad y una gran historia que contar. La desolación de la antigua ballenera se hunde en el mar y emerge el monumental paisaje de Quintay, donde el Curauma se baña precipitosamente en el océano y donde el aire solo huele a libertad.

Fotografía: Nicole Etter Iribarren
Fotografía: Nicole Etter Iribarren
Lugar para el proyecto “De la caZa de la ballena a la caSa de la Ballena”, donde se expondrá una ballena azul a escala natural. Fotografía: Antonieta Dayne.
Lugar para el proyecto “De la caZa de la ballena a la caSa de la Ballena”, donde se expondrá una ballena azul a escala natural. Fotografía: Antonieta Dayne.

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11 Comentarios sobre “¡Salven a las ballenas!

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