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Para los que vivimos desde la juventud los años ’90 en Chile, lo que sucede hoy en el campo de las conversaciones políticas tiene algo de “deja vú”. Los que apoyamos el cambio político, desde una dictadura hacia una democracia, en ese entonces nos plegamos a un relato donde la alegría era la promesa, el “ethos” fundante del proceso social y político que se gestó tras el plebiscito que despidió al dictador.

El proceso completo fue una lección de madurez, comprendimos que nada debía darse nunca por ganado. Que el presente es el espacio donde se construye el futuro. Porque no hay pasado que valga cuando abandonamos el presente o lo endosamos para que otros lo administren por nosotros a cuenta de un futuro esplendor. Aprendimos a construirnos desde lo que somos.

Por eso lo que ocurre hoy nos ha encontrado con un Chile diferente, donde la desconfianza ya no se expresa como un susurro cauto, acaso cómplice. Eso ya no sucede. La voz se levanta como queja, a veces destemplada o como crítica fundamentada, reposada, reflexiva, pero implacable. Hoy las redes sociales son un enorme territorio donde se despliega la palabra y la conversación, donde confluyen las versiones que cuentan su presente por cientos de miles.

Hoy se reconoce al que quiere conservar sus privilegios ya no como un enemigo, sino como una minoría con medios de comunicación a su disposición para proponer su versión del presente como algo normal y que garantiza la paz. Pero minoría a fin de cuentas, con miedos y ferocidades de fiera acorralada. Hemos aprendido a no provocar a la fiera, también a no temerle.

Pero también estamos aquellos que, habiéndonos educado en el privilegio sabemos que la paz no puede sostenerse en una normalidad que ya no corresponde al presente,  que emerge por todos lados, que nos demuestra que no son sueños lo que esperamos cumplir, son simplemente posibilidades de vivir mejor, posibilidades de ser felices y dignos.

Existe enojo, molestia, impaciencia. Pero eso probablemente no es lo que logrará movilizar a los tibios e indecisos que hoy administran los espacios de decisión política. Creo que no hemos explorado un camino nuevo, el camino donde se pierde el miedo.

Ya no estamos en los años ’90 y desde diversos lugares estamos construyendo comunidades, generando redes, conversando, co-inspirándonos. Y hoy contamos con muchos medios de expresión, muchos más que en los ’90. No se trata del impacto masivo y simultáneo al que nos acostumbraron los medios de comunicación tradicionales.

Hoy experimentamos despliegues comunicativos periféricos, descentrados, diacrónicos y acumulativos. Por eso, a pesar de lo que digan los que gustan situarse sólo en la queja y la desesperanza, pues siguen aspirando a un poder centralizado, masivo y simultáneo, ya no es como antes.

Hoy tenemos la posibilidad de transitar esos caminos donde el miedo se pierde. Y la confianza para transitar ese camino podemos inspirarla desde nosotros, desde nuestro vivir cotidiano, modificándonos interiormente con nuestro entorno. Es importante develar al miedo y sus mecanismos de reproducción, porque son lastres que nos impiden construir encuentros y superar prejuicios. Hoy la narrativa del conflicto que articula la comunicación en muchos medios masivos se sustenta en un lenguaje donde se niega al otro, donde la emoción subyacente es el miedo.

Diciendo, proponiendo, argumentando y actuando sobre nuestra realidad inmediata podemos transitar este camino poco explorado. El miedo se perderá en ese camino, mientras más caminen por allí, se perderá. Y es posible que nos encontremos, con otros y con nuestros otros interiores que también existen, latentes.

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