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 “Como en un juego de espejos,
la mirada va y viene.
Lo que es habita en la mirada,
y la mirada, en el devenir histórico,
va y viene.
Desencuentro de ayer, encuentro de hoy”

 

Hay en la Tierra lugares con ecos furiosos. Cuando esos espacios sincronizan con tiempos y hombres igual de intensos, ahí acaecen, en esa hora y en ese lugar, gestas de una violencia interior y de una riqueza histórica y simbólica que dan ganas de narrar. Esa intensidad es la que año atrás me motivó a realizar el documental “Estrecho de Magallanes: (Des) Encuentro de 2 miradas” (al final de la nota ir al link).

Tal riqueza histórica y simbólica ocurrió en el Estrecho de Magallanes, entre 1579 y 1590, donde se vivió el drama colonizador más excesivo, delirante, soñador, trágico y, tal vez por eso, el más profundo, simple y silencioso ocurrido en los orígenes de la época moderna.

En esos orígenes, y en América más aún, se vivió en el delirio. El delirio de grandeza de los locos aventureros que venían del noreste animados por sueños, ambiciones, un coraje y un nuevo ego nunca antes visto en la deriva humana. Y el delirio triste del otro indígena, que fue muriendo lentamente, de pena y distancia.

En 1580, el capitán Pedro Sarmiento de Gamboa ingresó por primera vez al estrecho por el Océano Pacifico y ordenó colocar una cruz avisando “a todas las naciones y gentes que aquella tierra era de don Felipe II, Rey de España.

Un año antes, estimulado por la amenaza del pirata Francis Drake, en plena guerra global de posiciones entre los modernos imperios nacientes, desde el Virreinato del Perú un locuaz e imaginativo Sarmiento había logrado convencer al Rey que fortificara y poblara el estrecho y que él “fuese su gobernador y capitán general”. De ahí en más, durante una intensa década, en el extremo sur se vivió la última gran aventura conquistadora en América.

Hoy sabemos que más allá de la violencia física, el “encuentro” con el otro originario del nuevo mundo siempre conllevó una intensa ruptura y una impronta de dolor. Fue un trágico (des) encuentro.

En febrero de 1580, recién instalada la cruz informando al mundo que esos territorios eran  propiedad del Rey, Sarmiento de Gamboa subió a sus barcos a tres indígenas habitantes de la fría y ventosa boca occidental del estrecho, quienes serían los primeros de este rincón austral en ser llevados al norte del mundo. Allí verían al rey Felipe. De inmediato, en 1581, en un retorno sin retorno, los subieron a la gigantesca expedición enviada a ocupar el estrecho (la más grande que hubo hacia América) . Esos hombres de piel oscura e hirsuta, ajenos a ese hábitat físico y cultural, murieron en los mares tropicales. Sus nombres originarios no los sabemos, aunque Sarmiento y sus hombres los llamaron Felipe, Francisco y Juan.

Ellos simbolizan unos de los vértices de este drama histórico. Juan, Francisco y Felipe serían los primeros muertos entre unas etnias y culturas que algunos siglos más tarde fueron totalmente extintas. A finales del siglo XVI a ellos simplemente les tocó asistir al preámbulo de lo que en el siglo XIX y XX sería la implacable y definitiva destrucción de todas las comunidades indígenas de los mares, islas y territorios australes, en una brutal continuidad con lo ocurrido a las culturas originarias en el norte y centro de América (aunque entre estas últimas, por número y por espesura evolutiva, muchos lograron sobrevivir, pese al profundo daño).

En el vértice opuesto del drama, los miles y miles de colonos blancos de lo que fue una frustrada expedición; quienes en pocos años de esa década de los ochenta del siglo XVI asistirían a la muerte y el dolor. Salvo un sobreviviente, todos murieron. Ese sería el signo trágico de la travesía de Pedro Sarmiento de Gamboa, de sus hombres y mujeres, en su deambular en el inmenso cielo del extremo sur.

Aquella intensidad del drama fue coherente con el vital (des) encuentro cultural y de miradas entre una humanidad occidental que recién iniciaba su moderna expansión geográfica, tal cual corolario físico de la también moderna expansión existencial que iniciaba el Ego pequeño, un Yo, profundamente enajenado de la misma naturaleza de la cual provenía. Versus una humanidad indígena que aún vivía en una relación Yo-Tú con la naturaleza, inmersa en ella y, pese a sus dolores y carencias, sintiéndose participe de un mundo cercano y animado.

Tal vez inspirado en ese vital (des) encuentro, más tarde y ya sedimentada la emoción del daño, el notable escritor peruano, Ciro Alegría, tituló su obra mayor como “Un mundo ancho y ajeno”. De esa manera quiso resumir la sensibilidad del indígena, perplejo ante el nuevo mundo que había emergido tras la violenta irrupción del hombre occidental en sus ayer cercanos y animados espacios existenciales y físicos.

En el presente como Historia, en el siglo XXI, es fundamental recuperar el espíritu de la mirada austral originaria, ayer mancillada por el etnocentrismo moderno.

La sola mirada moderna y occidental hoy está en crisis y es insuficiente para enfrentar los actuales desafíos ecológicos, sociales y culturales. Asistimos a una crisis de civilización, a una crisis del modo de vida ayer inaugurado por ese etnocentrismo y ego moderno.

Hoy como humanidad llegamos a ser un enorme poder planetario. Vivimos en red e impactamos a toda la biósfera, ya agotada por el actual modo de vida. Por eso, tenemos el enorme desafío de aprender a vivir con ese poder, re-significando nuestras propias tradiciones occidentales, recuperando las sabidurías originarias.

Desde una mirada posmoderna e integradora, sabemos que en la belleza de nuestra América morena, aún hoy se sienten los ecos de nuestros indígenas, así como en la majestuosidad del Monte Sarmiento en la Cordillera Darwin, aún permanece la potente energía del conquistador Sarmiento de Gamboa y de su gente.

En el siguiente link visionar el documental que narra la aventura de Sarmiento y el violento desencuentro cultural:

 

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