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Lo veníamos observando desde el Festival de Cine de Valdivia, que celebró en salas llenas su edición número 21, y lo confirman el estreno en cines del largometraje ‘Volantín cortao’ y la selección de filmes nacionales que participó en la décima edición del Festival de Cine Sanfic, que culminó el pasado domingo 26 de octubre. El joven cine chileno está muy vivo, ofrece una producción diversa en temas y estilos, hay nuevos directores con mucha energía y ganas de narrar, y las películas están hablando de aspectos relevantes del Chile contemporáneo.

De inmediato alguien preguntará: Todas esas películas son buenas, están bien logradas? No, y sería algo absurdo pedirles eso a estas primeras obras. El cine chileno actual es joven porque quienes lo hacen tienen, en su mayoría, menos de 35 años de edad, pero también porque nace sin filiación reconocida a nivel local, sin relación significativa con figuras artísticas paternas ni con un afecto determinado por algún territorio entrañable.

El cine chileno del siglo XXI es un joven que se va descubriendo a sí mismo mientras crece, mirándose al espejo, con el lazo con el pasado cortado de golpe, atento a lo que los demás dicen de él, confiado en demasía del reconocimiento que puede tener fuera de casa y conflictuado, también en exceso, con lo que los más cercanos piensan de él puertas adentro. Este descubrimiento es, por lo mismo, lento, y tiene el ensayo y error como método de aprendizaje preferido. Equivocarse nunca resulta totalmente gratis, pero cuando eres joven, sale un poco más gratuito.

Las nuevas películas chilenas, como suele ocurrir con los adolescentes, nos están pidiendo un acto básico: que las miremos y escuchemos. Que las reconozcamos y nos reconozcamos en ellas. Que abramos ojos y oídos para entender qué quieren decirnos los noveles directores, quienes muchas veces provienende universidades privadas; es decir, fueron criados en la virtual orfandad.

En la competencia de cine chileno de Sanfic 2014 hubo dos primeras películas de sendos directores chilenos que, más allá de virtudes y despistes, quieren mostrar realidades y percepciones sobre su relación con el Chile que les toca habitar.

La comodidad en la distancia

En “La comodidad en la distancia”, el debutante director Jorge Yacomán, de 26 años de edad, registra la errancia santiaguina de Eusebio (Eusebio Arenas), un joven con cierta pretension intelectual que ha dejado su acomodado hogar en el barrio alto y pernocta en una rancha en las cercanías de la Estación Central. Durante el día, Eusebio trafica celulares robados y otros objetos, y trata de sobrellevar un asma sanguinolienta que lo acosa.

Rubio y de ojos azules, el propio físico marca el origen social del protagonista de este filme; es un tipo que no encaja en ninguna parte y cuyo deambular no tiene destino, porque no está determinado por la búsqueda de un futuro sino por la negación del pasado. Su padre estuvo ligado a la dictadura y Eusebio no quiere saber nada de él ni de su entorno. Su presente es la huida, su emoción es el desarraigo.

En este trance, y casi siempre captado por una cámara inquieta y áspera, Eusebio encuentra a diversos personajes, desde un ex polola cuica como él hasta un mafioso que lo considera parte de su banda, pasando por un hombre que se acaba de dar cuenta de que su mujer no lo ama (Alejandro Goic, en una nueva solvente participación cinematográfica). En su peregrinar infernal por Santiago, conoce a un par de chicas relajadas y ahí aparece también su imposibilidad de disfrute sexual, producto, sospechamos, de una negación más íntima.

Película joven en el más profundo sentido, con diálogos que quieren decir demasiado, “La comodidad en la distancia” se expresa mejor en sus escenas sin palabras y en los instantes en que se dibuja el vacío inabarcable entre el atribulado protagonista y el paisaje fìsico y humano que lo rodea.

La comodidad en la distancia
La comodidad en la distancia

No soy Lorena

Conflictos de identidad y pertenencia hacen muy difícil también la vida diaria de Olivia (Loreto Aravena), la protagonista de ‘No soy Lorena’, primer largometraje de Isidora Marras.

Olivia es actriz, está en pleno ensayo de una nueva obra de teatro, y vive sola en un departamento del barrio Lastarria. Sin embargo, no puede estar tranquila, ya que una empresa de retail tiene sus datos archivados bajo el nombre de Lorena Ruiz. Y Lorena debe dinero y está desaparecida, por lo que Olivia vivirá un creciente acoso de cobranzas.

La protagonista de “No soy Lorena” atraviesa entonces un calvario bucrocrático que corre paralelamente a otro personal, marcado por la ruptura con su novio, director de teatro y el progresivo deterioro mental de su madre (interpretada muy bien por Paulina García) con la que, además, mantiene distancia afectiva. Con su vida personal en total crisis, Olivia –que se esconde tras un par de anteojos- busca un relato al cual aferrarse, y es así cómo se obsesiona con descubrir a la verdadera Lorena Ruiz.

En esta búsqueda, Santiago se revela como una ciudad laberíntica y llena de secretos. Está el mundo impenetrable de las oficinas de cobranzas, aséptico y deshumanizado; el universo del teatro, escondido en un subterráneo y cruzado por pasiones intensas; y el círculo secreto que esconden los cafés con piernas del centro, que ofrecen situaciones inesperadas y conducen a rincones ocultos del cuerpo y el espíritu.

“No soy Lorena” es una película prolijamente realizada y bien interpretada, que posee una puesta en escena que usa con habilidad los espejos, y que une una ciudad y un modo de vida reconocibles con una profunda incertidumbre sobre la propia identidad, que (como expresa su título) se define a partir de una negación.

Es casi como decir: Aquí estoy. Y quiero que ustedes me miren, porque es la mejor forma en que puedo empezar a saber quien soy.

Sitiocero Cultura

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