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 “Dejé pasar unas horas
por si se huía tu sueño.
Durmiendo la veladora
tu tiempo se entró en mi tiempo
y, en fin, la guitarra sola
gira contigo en el centro.”
Silvio Rodriguez

 Las temporalidades constituyen narrativas que nos permiten organizar la experiencia del espacio-tiempo, son símbolos altamente codificados que expresan esa manera que cada cultura tiene de entender su experiencia vital cotidiana.

En las culturas originarias de nuestros territorios andinos las temporalidades de la cotidianeidad poseen una relación inseparable de los ciclos de la naturaleza, fundamentalmente por razones de lo que hoy se conoce como economía política y espiritualidad. La temporalidad andina asociada a los ciclos lunares es la constatación de que la economía no se comprendía sin razonar las condiciones territoriales donde el habitar sucede.

Para la persona la alimentación, el abrigo, la sustentación de la vida está ligada a la vida que lo circunda, la tierra, la ñuke mapu, constituyen el universo desde el cual las familias, las Müchuya como les denominan nuestros ancestros huilliche, proyectan sus existencia. La temporalidad por lo tanto es el día y la noche, el despertar, la hora de compartir la comida, el kumiyal, la hora de conversar ante el kütral, el hogar familiar. He ahí temporalidades fundamentales que persisten en el sustrato profundo de quienes habitamos las grandes tierras donde la lluvia resuena, la Butahuillimapu.

Hoy, nuestras temporalidades conviven con temporalidades que no necesitan de la tierra, ni tampoco del ser humano. Las temporalidades que asignan plazos, que proponen la cuadrícula que reparte el valor de los días en función de una economía financiera. La temporalidad de la jornada de trabajo moderna, cual tabla rasa, supone e impone la uniformidad de todos y todas en torno a horarios de oficina, de fábrica, de servicio público, de faena. Incluso de aquellos que se hayan fuera del mundo donde relojes controlan ingresos y salidas.

Es una temporalidad en la cual los museos, los teatros y las bibliotecas funcionan en horario de oficina, cuando los niños están en la escuela. Una temporalidad que atiende la enfermedad y el dolor a destiempo. Una temporalidad que impone la espera como mecanismo de administración de la carencia y la pauperización.

¿Pero qué sucede cuando la espera se dilata en una espiral que organiza su trayecto racionalmente? Porque hoy nos enfrentamos a la espera casi como una condición de la existencia, como aspecto indeterminado de la promesa de progreso, requisito ineludible de la satisfacción del deseo. El deseo entonces, emoción que es la sala de espera del placer prometido o del alivio imprescindible de dolores y vacíos no resueltos, sufre en esta temporalidad una descomposición.

En desesperanza se convierten las esperas. La memoria se tensiona, la pulsión del deseo se condensa de tal forma que el espiral que sustenta la cuerda mecánica del reloj de la espera se rompe. Y ante aquello, la desesperación sobreviene, libera esa fuerza contenida en el continuo espacio temporal de nuestros cuerpos.

Y regresamos a nuestros cuerpos con dolor, pero vivos nuevamente, cuando comprendemos que el tiempo no es lo mismo que la temporalidad, que esas narrativas no son la vida, que “La vida está en otra parte”, como tituló uno de sus libros Milán Kundera. Y que seguir viviendo es detenerse a respirar, beber agua y compartir el pan, tras la jornada de trabajo. Lo que hablamos y compartimos con otros en esa plenitud de sabernos vivos son esos mundos infinitos que ninguna rutina es capaz de contener. Yo diría que la temporalidad feliz suele alcanzar la velocidad de la luz.

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