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Se ha hecho un lugar común entre los chilenos hacer alusión a las instituciones. Una extraña mezcla de la herencia legalista española y de influjo positivista del siglo XIX nos ha convencido que las instituciones son la gran solución para nuestros problemas, que van desde los mecanismos de convivencia, la regulación del mercado, el fomento de las actividades económicas, culturales y artísticas, el respeto y la promoción de derechos sociales y económicos, entre muchas otras situaciones y dilemas a resolver.

Es más, la peregrina idea que una ley es la solución a los muchos problemas que nos aquejan surge cada vez que se hace evidente la contradicción entre una realidad y la inconducta de los ciudadanos o de grupos organizados. El paso siguiente es crear un ente burocrático que se encargue de ese problema. La exigencia creciente es mayor fiscalización y volvemos al punto inicial, una mejor y más vigorosa institucionalidad.

Las instituciones parecen ser las contenedoras de las grandes esperanzas de una mejor sociedad. Aún pese, eso sí, el temor de los liberales por esos monstruos burocráticos que creamos, que devoran las libertades de los individuos y que crecen exponencialmente para auto justificar su existencia. El Leviatán de Hobbes sigue presente entre nosotros. Y no dejan de tener razón en sus temores.

Pero al final, las instituciones sólo se justifican y existen en cuanto logran cumplir con su objetivo, mismo que  origina su existencia y que corresponde a sus integrantes y a las personas a las que sirve.

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Hace 100 años comenzaba la Gran Guerra, esa terrible masacre que vino a cristalizar en 4 años la resolución de conflictos que se arrastraban por décadas y siglos y que se pueden resumir en dos problemáticas cruciales: la cuestión de las naciones (o el derecho de autodeterminarse de los pueblos) y la cuestión social (o cómo resolver el conflicto entre capital y trabajo).

El tema de los grandes imperios, su liquidación y la constitución de nuevos estados  y cómo se organizaba un nuevo orden mundial se resolvió mediante la creación de la Liga de las Naciones, la primera de varias organizaciones de carácter internacional.

Cómo resolver por vías no revolucionarias el conflicto entre trabajadores y empleadores y con la activa participación del Estado permitió la creación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

El Tratado de Versalles, que puso fin a la Gran Guerra y que pavimentó el camino a la II Guerra Mundial generó una nueva institucionalidad de carácter mundial. Una de ellas, la Liga de las Naciones, al poco andar demostró su ineficacia y dejó de existir cuando Hitler avasalló media Europa en 1939, pero ya antes había exhibido su absoluta incapacidad en los conflictos de Etiopía, los Sudetes y la Guerra Civil Española.

Distinta suerte ha corrido la OIT. Hoy es la organización internacional más consolidada, cuenta con una representación tripartita (empleadores, trabajadores y Estados). Asimismo su despliegue territorial es significativo. Actúa por la elaboración por técnicos de Convenios que luego deben ser ratificados por los Estados a través de sus órganos representativos. Estos convenios ratificados son evaluados permanentemente por Comités de Expertos y su verificación es un estándar que efectivamente moviliza a los Estados, a las organizaciones de empleadores y de trabajadores.

En Chile, como producto de su incorporación a la OIT, pero también como consecuencia de la maduración de las demandas de los trabajadores, sus duras luchas políticas y sociales (y de las muchas matanzas que jalonan esa conciencia), en medio de la vorágine reformista que supuso el primer gobierno de Arturo Alessandri y la irrupción de la clase media ilustrada y republicana como factor de poder, se creó el 29 de septiembre de 1924, la Dirección del Trabajo.

Es decir, acaba de cumplir 90 años como Servicio Público. En la práctica, es la columna vertebral de nuestro sistema de relaciones laborales y la primera defensa de los derechos sociales de los trabajadores en nuestro país. Y así lo ha sido por estos 90 años.

En la primera hora de esta institución, formaron parte de ellas personajes como Elena Caffarena, que fue Inspectora del Trabajo y una mujer clave de las luchas feministas en el país.

La Dirección del Trabajo ha sido una institución clave en los avances sociales en materia laboral, desde la promoción del sindicalismo, la capacitación, la fiscalización de las condiciones laborales, la incorporación de nuevas temáticas en materia de  fenómenos laborales, el desarrollo de iniciativas para acercar la justicia a los trabajadores, etc.

Procesos tan importantes como la Reforma Agraria y la sindicalización campesina no se comprenden sin la presencia de la Dirección del Trabajo.

Esta institución ha tenido siempre una impronta social tan clara que durante la dictadura se le redujo  a una expresión mínima. Seguramente los ideólogos del Plan laboral pretendieron cerrar este Servicio (como hicieron con varios otras), pero no pudieron. ¿La razón? Chile había ratificado varios convenios de la OIT que exigían mantener un sistema de Inspección del Trabajo.

En 1981 se cerraron la mayoría de las Oficinas de la Dirección del Trabajo en el país y se despidieron a sus funcionarios llegando a ser cerca de 350. Se redujo a menos de la mitad la dotación.

Esos que quedaron, con una valentía y vocación social más que admirable, siguieron formando sindicatos y fiscalizando. Muchos de esos funcionarios que quedaron podrán contar la historia de cómo formaban sindicatos ocultos, en la noche y hasta en sus propias casas. O cómo debían ingeniárselas para eludir la vigilancia de la CNI.

Me detengo aquí para cerrar esta reflexión sobre las instituciones, su valor y vigencia, por cuanto el ejemplo que menciono viene a ratificar la necesidad que toda organización humana sea fiel a sus propósitos, coherente con sus desafíos y se mantenga cercana a las personas a las que sirve.

Ninguna Institución existe y se desarrolla por su sola voluntad. Una estructura no tiene el espíritu que le insufle vida si no cuenta con personas que lo hagan posible.

Al final del día, lo que interesa es el proyecto colectivo de personas lo que hace posible que las Instituciones se mantengan y funcionen.

Por eso, para lograr que las Instituciones funcionen, se necesita, en primer lugar, que haya personas que tengan la conciencia y la vocación por hacerlo. Ni la más perfecta de las leyes es efectiva si no cuenta con personas capaces de hacerla realidad.

Las instituciones sirven y funcionan cuando las personas lo quieren y no al revés. Sencillo de decirlo, complejo de hacerlo.

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