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Yo tenía 11 años cuando por primera vez escuché el nombre de “Regimiento Tejas Verdes”. Era noviembre de 1974, y lo oí de boca de mi padre el día en que fue liberado después de haber estado prisionero de la dictadura durante nueve meses en distintos centros de reclusión y tortura, algunos clandestinos como “Londres 38” y otros públicos como el entonces “Estadio Chile” (hoy “Victor Jara”) y la oficina salitrera “Chacabuco”.

Escuché el nombre de Tejas Verdes pero no supe todo lo vivido ahí, aunque ya podía intuir en parte de qué se trataba. En mi presencia, mi padre no narraba lo visto y lo vivido en ese regimiento convertido en campo de concentración por los militares golpistas. Él callaba esos detalles tal vez para que yo viviera lo que me quedaba de niñez sin el conocimiento cabal del horror que significó esa experiencia, y lo más probable, para que no escuchara un relato para el que a esa edad uno no tiene el conocimiento ni la experiencia para poder entender (no comprender, porque no tiene comprensión) en su real y cabal dimensión.

La larga noche de la dictadura recién comenzaba. Sólo con los años venideros mi padre fue contando con detalles ante mí y ante quien quisiera escucharlo, la dura y demencial experiencia que vivió a lo largo de en esos meses; sobre todo para que quedara testimonio futuro de alguien que tuvo la suerte que muchos no corrieron, la de sobrevivir para ser testigo de la barbarie cometida por las Fuerzas Armadas en contra de sus hermanos y compatriotas.

Hablar del “Regimiento Tejas Verdes” a partir de septiembre de 1973, es hablar de barbarie y muerte, de cuerpos acribillados o destrozados en sucesivas sesiones de salvaje tortura y apilados para ser luego lanzados al mar. Restos mortales que siguen clamando justicia al fondo de la pregunta más quemante de nuestra historia reciente: “¿Dónde están?” También es hablar de dolor e indefensión, de hombres y mujeres sometidos a maltratos y vejámenes que solo mentes enfermas de odio pudieron concebir, con el sólo propósito de exterminar ese enemigo fantasma que los artífices del horror fabricaron para justificar sus crímenes.

Los libros y el arte develan

El arte como profunda manifestación del alma humana, busca retratar la vida para encontrar sentido a la existencia. En esta labor, el teatro ha tenido un rol fundamental a través de la historia, dando cuenta del pulso de la sociedad en cada periodo y buscando ser el fiel reflejo, metáforas y símbolos y signos mediante, de su tiempo. Escenificar para comprender, ponernos en escena para, en ejercicio de lúcida síntesis, entendernos. Pero ¿cómo entender el horror de un campo de concentración? Cómo lograr que en un escenario un grupo de artistas logre hacernos sentir, aunque sea un poco, lo que significa, en forma y fondo, un cuerpo torturado, dos seres humanos degradados más allá de todo límite, el torturador en lo espiritual y mental y el torturado en lo físico?

En este punto el cine juega con ventaja, gracias a su gigantesca artificialidad puede crear imágenes de lacerante realismo que pueden hacernos presenciar y  “re-vivir” situaciones límites como las de un ser humano sometido a una tortura descomunal. En el teatro es otra cosa, la inmediatez del tiempo real y la condición de presenciar “en vivo” el fenómeno, hace que las imágenes ofrecidas no puedan competir en realismo con la “realidad” del hecho. No hay otra forma que buscar la metáfora, el símbolo y el signo que se aproximen a dar cuenta más o menos cabal de lo que están narrando.

Poner en escena un tema de la crudeza que implican los sucesos acaecidos en un centro de prisión y tortura, resulta complejo de resolver en su dramaturgia, dirección y actuación, por cuanto no debe verse disminuido ante el hecho concreto, y más aún, debe sumar el punto de vista y la reflexión sobre ese mismo hecho, para conformar un cuerpo artístico con proyección en el tiempo que pueda, idealmente, transformarse en una reflexión de alcances mayores sobre la naturaleza humana en determinadas circunstancias. Es lo que intentó por ejemplo, Pablo Barbatto, autor y director de la obra “1974: Población Tejas Verdes” que narra los días de un joven teniente recién trasladado a Tejas Verdes que está convencido de que su accionar de torturador es lo correcto para limpiar de malos elementos la patria.

“Tejas Verdes” es un nombre escrito con sangre en nuestra historia reciente, una historia que se ha ido develando lentamente, muy lentamente, ante los ojos, incrédulos al comienzo, de toda una nación. Y como historia, ha de ser contada desde muchos lugares, desde la política hasta la investigación bien documentada (un ejemplo es el libro ‘El despertar de los cuervos’, de Javier Rebolledo) y el arte, para dejar testimonio vívido de lo sucedido a las nuevas generaciones, para que crezcan sabiendo lo que pasó y para que permanezcan alertas ante la posibilidad de que en un futuro se repita el horror con otros protagonistas como víctimas y verdugos. Cada día con más presencia, el arte y los libros están contando la historia no oficial de Chile.

Sitiocero Cultura

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