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A menudo siento -desde hace algunos años, diría- que estoy parada en la cima de la Torre de Babel, y veo, aunque no logro entender qué dicen, gestos expresivos de rabia, dolor, disgusto, tristeza, gestos de intención de cambios, gestos de voluntad, gestos sin expresiones inteligibles, expresiones sin actos consecuentes, todo en medio de un mundo que no comprende, ni se comprende.

No soy de las que veo tele, ni escucho noticieros radiales. La antología de la violencia cotidiana, en resúmenes de prensa, me resulta insoportable. La mecánica del horror que engendra miedo, el miedo como política periodística, la inyección informativa que te conduce (rebaños informados pasivamente) a pensar y opinar lo que te sugieren que pienses y opines, no son mi opción. Me siento cómplice de una barbaridad sentada frente a un televisor que pasa noticias y programas puestos allí por una ideología pensada deshumanizadamente y deshumanizantemente.

Me gusta informarme por Facebook. Confío en el criterio de selección de información de mis amistades, y en sus análisis que suelen ir bastante más lejos de lo que va el periodismo, en general. Y todavía con el alma en México y los 40 educadores torturados –después supimos de muchos más- con la cabeza viajando a años luz a los años sombra de la dictadura en Chile, las dictaduras en América, las históricas masacres de la especie humana contra la especie humana, Palestina, Croacia, Oriente Medio, me entero por comentarios y alusiones de estos hechos que están cerca, demasiado cerca, en las calles que recorremos habitualmente.

¿Cuál es el mecanismo de la información a la que estamos sometidos? Porque debe haber un libreto. El minuto televisivo es muy caro. Ese libreto debe ser “objetivo” (en las escuelas de periodismo se sigue enseñando la ficción de que el apego a los hechos es la fórmula ética de los comunicadores). Pero ya sabemos que si solo miramos desde un lado del paisaje nunca comprenderemos el paisaje, y en tanto no lo comprendamos no estamos “informando la verdad”, sino solo emitiendo una opinión respecto a nuestra perspectiva.

Al periodismo habitual –hay honrosísimas excepciones, que no suelen ya estar en los medios oficiales- hay que tomarlo como lo que es. Un relato pobre de una mínima sección de la realidad narrada para efectos de sostener un estado de cosas. A veces, la acumulación de relatos de la realidad bajo esos parámetros se convierte paulatinamente en una verdad…de tanto repetir sentencias, y se transforma en “opinión pública”. A continuación viene la encuesta que alimenta los dichos, la gente opina sobre aquello que se mostró sesgadamente y la opinión sesgada de muchos afecta la información de otros, que también es sesgada, hasta el infinito.

Dos noticias caen en días continuos sobre hechos de violencia inusuales –ajusticiamientos- en las calles de Santiago (me vienen a la mente letras de canciones: …en las calles de Santiago veo…yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada…escribo tu nombre en las paredes de mi ciudad…Santiago, quiero verte enamorada, y a tu habitante mostrarte sin temor…), chilenos y chilenas, como tú y como yo, víctimas y victimarios en hechos mínimos (todos los días hay violencia en las calles, el metro, el transantiago, las tiendas, los chats), que tienen el componente de “la justicia por propias manos”.

¿Cómo llegamos hasta acá? El tema central a mi ver, es que la justicia dejó de ser un bien universal para convertirse en un bien particular. Al menos así parece percibirse. Aunque convengamos que es la aplicación de la justicia y no la justicia lo que es desigual. Y en esa desigualdad de la aplicabilidad de la ley es donde reside, desde mi punto de vista, el germen de la violencia. Esa violencia es la expresión de un “no me queda otra que golpear”, porque ningún sistema, ninguna institución, ninguna ley, ninguna norma ha hecho más que perjudicarme. La víctima es cualquiera. La víctima es una representación de la desigualdad. Porque los “violentos” son un producto de la sociedad que se ha desarrollado en creciente desigualdad, como una forma de violencia sostenida.

Es decir, creo que condenar los hechos de violencia no es suficiente. El hombre agredido en Providencia no tiene ninguna culpa, es una víctima como cualquier otra, una víctima del resentimiento social que comienza a expresarse en nuevas formas en nuestro país. En otros países ya se ha expresado dramáticamente con miles de muertes anónimas.

Veamos la cadena. El hombre se recupera de su trauma físico. Recuperarse de su trauma emocional le costará mucho más. Pensará que fue injusto. Sentirá que la golpiza duele más en el alma y tendrá razón en encerrarse y cuidarse, será propio de su instinto hacerlo. Los “violentos”, por su parte, serán perseguidos, con razón, cometieron un delito. Irán a la cárcel –si los pillan- la cárcel es otra forma de violencia social, saldrán con más rabia, saldrán de allí –allí, donde no hay delincuentes cuicos, porque aunque hayan cometido delitos, la ley no se aplica del mismo modo contra ellos; saldrán, entonces, sintiendo que la justicia es un privilegio que no “chorrea”, que la justicia queda para los “de arriba”. ¿De Plaza Italia para arriba?

De otro lado, el “chorro” que fue expuesto públicamente después de cometer un delito, ajusticiado por la turba, irá a la cárcel, saldrá con más rabia, y quienes lo ajusticiaron pensarán que hicieron lo correcto, que actuaron en justicia.

Ahora, la historia. ¿Qué es la torre de Babel si no la pérdida de sentido de la Unidad en la historia de la humanidad? Dejamos de hablar el mismo idioma, nos confundimos en lenguas, cada uno a lo suyo, cada uno en su espacio, cada uno respirando su átomo, su territorio minúsculo, cada uno defendiendo con cercos y vallas, rejas y alarmas su pequeño territorio, cada uno librando su justicia propia para defender lo propio. La atomización se expresa dolorosamente en la realidad cotidiana, y con esa atomización el sentido de la justicia se pierde, disipado también en millones de “versiones”.

Restituir la tranquilidad, la paz social, la anhelada “seguridad” no pasa por encerrar a los malos. Pasa por reconstruir el sentido de la justicia, y para ello, volver al espíritu de unidad que fuimos perdiendo durante siglos. Pienso, digo… Pero estas cosas metafísicas no son temas del periodismo. La confianza en el género humano y en su reconstrucción no es una apuesta de los medios que venden temores, aprehensiones y miedos.

Apaguemos los noticieros, encendamos el alma.

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