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El mayor éxito de Podemos hasta la fecha es haber logrado canalizar el descontento social generado por la combinación de la crisis económica con los efectos de la desigualdad. La ira provocada por la corrupción que ha aflorado en el sistema cuál pus a una infección es la espuma de un cóctel que los dueños del bar jamás imaginaron que se llegaría a convertir en la bebida de moda. Merced a un eficaz uso del lenguaje, este brebaje político con alto grado de alcohol y, en consecuencia, gran potencia psicoactiva, ha encontrado en “la casta” su expresión más demoledora.

El sustantivo “casta” llegó al francés (“caste”) procedente del portugués a principios del siglo XVII. Su portador fue el navegante François Pyrard (1578-1621) tras un largo viaje por el océano Índico. Allí se utilizaba para designar a los estratos sociales de la sociedad india. Sin embargo, el término está presente en todas las lenguas íberorromances desde el siglo XV, al compartir probablemente su raíz protoindoeuropea. “Recoger”, “rebaño”, “montón” y “pila” son algunos de los significados que se encuentran en las lenguas europeas.

La incierta etimología permite establecer algún paralelismo con el origen de la misma en España. No sabemos si Podemos trajo a la casta o la casta a Podemos. Lo realmente cierto es que los seguidores de Pablo Iglesias existen, así lo acreditan al menos las últimas encuestas sobre intención de voto, mientras que los integrantes del linaje castizo no se identifican a sí mismos. ¿Quién es casta? ¿Qué requisitos hacen falta para ser admitido en tal club? ¿Es importante tener un padrino de ralea para ingresar en ella? ¿Merece la pena ser casta? ¿Está bien pagado el casticismo?

Mientras Podemos se dedica a organizar sus huestes, generar expectativas y, como principal estrategia, procurar no meter la pata en exceso ahora que las encuestas les conceden una posición relevante en el tablero electoral, los miembros de la casta intentan pasar desapercibidos mirando de reojo a aquellos que sí consideran que lo son. No encontraremos a alguien que en un arranque de sinceridad se defina como casta, que al fin y al cabo es un sustantivo neutro si se le descarga de las connotaciones relacionadas con la desigualdad.

La casta no se siente como tal pero quiere disfrutar de los beneficios de serlo. Solo un psiquiatra social estaría en condiciones de gestionar tal contradicción y encarar al individuo con su verdadero yo. Porque tal vez el ejercicio psicológico más difícil que afronta el ser humano es enfrentarse a su vanidad, esa imagen proyectada de uno mismo que a menudo se distancia de la realidad.

Si la casta quiere hacer frente a Podemos no basta con jalear a Esperanza Aguirre para que les de caña (intuyo que produce justo el efecto contrario) o con intentar hallar lagunas racionales en el muy emocional mensaje de la nueva formación política. La casta tiene que mirarse al espejo, identificarse, reconocerse, admitir sus errores y actuar en consecuencia. De momento, el mérito de Podemos radica más en el demérito de los demás que en sus propios aciertos, aunque éstos últimos no sean desdeñables en materia de comunicación. En consecuencia, los castizos deben dejar de mirar a la coleta de Pablo Iglesias y comenzar a atusar sus cabellos canos y engominados para cambiar de peinado.

Todos tenemos que preguntarnos: ¿Y si yo fuera casta?

Artículo publicado en el número de diciembre de la revista de APD

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