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Caminar por las calles estrechas y sinuosas de Paplanta, al norte de Veracruz en México, es asomarse, un poco, al universo que construyeron los totonacas que fundaron la ciudad en el año 1200.

Empinada en los cerros veracruzanos, Paplanta es hermosa. No con la belleza equilibrada que suele atraer a los turistas porque en ella se mezclan las flores artificiales, de rojo furioso y chillón, con las delicadas orquídeas, una de cuyas variedades da origen a la vainilla, la especia que cautivó el paladar del propio Hernán Cortés.

Dulce y denso, con algo de vainilla, así es el aire que se respira en Paplanta. Así debió ser, o bien parecido, el aire que atravesaban los hombres – pájaro en el ritual que repiten hasta hoy.

Cinco hombres vestidos con trajes adornados con variados colores, en los que predominan el rojo y el amarillo, se suben a un poste de 30 metros. Cuatro de ellos se amarran de la cintura y el quinto, el caporal, se para en una plataforma muy pequeña en la que, con suerte, apenas caben sus dos botas. No hay redes ni otra protección. Una vez arriba, comienza el vuelo. El caporal toca una flauta y un tamborcito mientras los otros cuatro hombres – pájaro abren sus brazos y se dejan caer lentamente, de cabeza, haciendo círculos que recorren los cuatro puntos cardinales. El vuelo es lento, suave y contemplativo.

Paplanta se queda en silencio y sólo se escucha la flauta, el tamborcito y la vibración de la ropa de los voladores cuando roza el viento.

Trece vueltas dan los cuatro hombres – pájaro, por los trece cielos del dios sol. Trece por cuatro son 52, que son las 52 semanas del calendario indígena para el cultivo, como 52 son las semanas del calendario que usamos actualmente.

No hay una única explicación para esta danza. La más difundida es la que arranca del mito totonaco que cuenta la historia de cinco hombres que, en época de sequía, fueron al bosque y buscaron el árbol más alto. Le rogaron toda la noche y luego lo bendijeron y cortaron para llevarlo a su aldea y compartir el rito. Desde entonces, los hombres – pájaro vuelan y descienden a la tierra trayendo el sol y la lluvia para que haya fertilidad.

Cuando llegaron los españoles, no lo entendieron y prohibieron el rito pagano. No sabían volar ni mirar con altura. O quizás, les daba temor.

Por suerte, para los que nos tocó vivir en este tiempo, la tradición se mantuvo y los voladores todavía se desplazan del cielo a la tierra.

¿Qué ven desde arriba? ¿Cómo se aprecia todo desde el cielo?

Cómo me gustaría que aprendiéramos a mirar el mundo en toda su extensión, con una vista amplia y comprensiva.

Cómo me gustaría que nuestros hombres/mujeres públicos –que actúan en la política, en las organizaciones sociales y en las religiosas–   aprendieran a mirar con altura.

Desde arriba, lo puedo imaginar, todo se ve pequeño pero sin pequeñeces insignificantes. Se contemplan las cosas en su verdadera proporción.

Desde las alturas, al principio, se ve todo equilibrado, los colores, las formas, los trazos perfectos. Como una pintura. Al mirar con mayor detención y detalle, aparece el desequilibrio. Colores que denuncian la deforestación, diferencias de formas que revelan la segregación y la pobreza, la falta de caminos, los ríos secos y los caminos que faltan.

Son los grandes problemas, esos de los que no se habla y por los que cuestionan a los hombres voladores que saben mirar con altura. No es fácil, ya se sabe. El año pasado, en Paplanta, un hombre volador cayó y murió en el acto.

El ejercicio de mirar desde el cielo hay que aprenderlo. Junto con eso, hay que asumir el riesgo.

VIÑETA-MexicoNuestro

 

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