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Se ilumina tenuemente el escenario, y al centro, una silueta humana dibuja, con su mano en el aire, enigmáticas figuras. Al fondo y en los costados vemos una proyección de nubes barridas por el viento; mediante este efecto, la silueta pareciera estar volando, suspendida en el aire.

Esta es la primera imagen que vemos al inicio de la obra “Cenicienta” (escrita y dirigida por el francés Joël Pommerat) y es una imagen que bien resume gran parte, de lo que viene a continuación. Porque esta “Cenicienta” transita por los caminos de lo surreal, donde se dan cita la mente y lo onírico para configurar una depurada relectura psicoanalítica del renombrado cuento infantil (escrito por Perrault en 1697 y revisado por los hermanos Grimm en 1812).

En el montaje de Pommerat -estrenado en Chile en el marco del Festival Santiago a Mil- Sandra es una joven recién entrada a la adolescencia. La madre, en su lecho de muerte, le susurra palabras que la joven no logra oir ni entender con claridad. De todos modos, la joven cree entender un último deseo materno, que le pide no dejar nunca de pensar en ella.

Este malentendido gatilla el conflicto que Pommerat desarrolla por los caminos del psicoanálisis y el consiguiente masoquismo. Sandra carga consigo la “culpa” de no haber entendido las palabras finales de su madre moribunda e infiere que ésta le pedía “ser recordada” a cada instante, para no “morir totalmente”.

Pasa el tiempo y el pusilánime padre de la joven se vuelve a casar con una mujer que ya tiene dos hijas, con la que vive en una casa de cristal. Así se completa el nuevo cuadro familiar, que acusa las resonancias del cuento (una madrastra y dos hermanastras que acosarán a esta “Cenicienta” tan especial).

Uno de los mayores atractivos del giro que da el autor-director a esta pieza es que Sandra no sufre con las exigencias de su nueva “familia” y más que aceptarlas las asume con una alta dosis de masoquismo. Por esta vía entra a tallar un refinado y agudo humor, ya que este recurso descoloca profundamente a la madrastra y hermanastras, que no esperaban la alegre resignación de la joven a su nuevo destino. Sandra expía su autoasumida culpa por no saber cumplir con las palabras finales de su madre con una pasmosa tranquilidad, sintiendo que su “cruz” (culpa) ha de ser aceptada con alegría y optimista resignación.

En ‘Cenicienta’, Pommerat se sirve del relato original para, giro mediante, realizar un agudo y soterradamente trágico retrato del ser humano actual, un ser preso de la intelectualización extrema de sus sentimientos y ferviente acólito de los dictámenes que la siquiatría moderna ha resuelto sobre el. La culpa y la relación con nuestros difuntos, en sus múltiples facetas, está grabada a fuego en nuestra concepción de vida occidental y ha moldeado fuertemente nuestros comportamientos como seres individuales proyectados en sociedad.

Cendrillion 2. Fotografía de Cici Olsson
Cendrillion 2. Fotografía de Cici Olsson

Pero como en todo cuento de hadas, aquí hace su aparición una muy especial y errática Hada Madrina, que casi sin proponérselo empieza a encausar por un camino más iluminado la vida de Sandra. Ella es el personaje que hacia el final de la pieza concede a Sandra volver al pasado para lograr entender a cabalidad lo que su madre le susurró en su lecho de muerte y hacer posible un desenlace liberador, con alegría, con “una sonrisa”, como cita textualmente la moribunda.

“Cenicienta” es una obra con moraleja, y si se quiere con una clara enseñanza: La culpa no nos conduce a nada bueno, violenta nuestro ser y nuestra dimensión espiritual y la mejor manera de mantener “vivos” a nuestros seres queridos ya muertos es recordarlos con alegría, en una forma luminosa.

La puesta en escena de ‘Cenicienta’ es de una abismal pulcritud y precisión, las escenas se suceden con rapidez y a un ritmo constante sin que nada haga tropezar su desarrollo. En escena vemos un diseño de luces que roza lo perfecto, sobre todo en los claroscuros, y que complementa una escenografía (en realidad tres pantallas) de altísima resolución, que logran imprimir de excelente forma la atmósfera general onírica que envuelve el relato.

Las actuaciones son de un excelente nivel y los seis actores -que interpretan a una docena de personajes- consiguen una performance pareja y de primera linea. Sobresale en varios pasajes la “Madrastra” como el personaje delirante que marca el ritmo y los tempos y lleva la acción hasta un final marcado por el sentido poético de una particular sensibilidad.

Sitiocero Cultura

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