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El doctor Thomas Stockmann ha realizado un descubrimiento de proporciones insospechadas. Las aguas termales del pueblo en el que ejerce y vive están contaminadas, lo que constituye un riesgo potencialmente letal para los habitantes que hacen uso de ellas, que es la mayoría del pueblo, y para los turistas, que justamente lo visitan por sus aguas medicinales. No cabe otra decisión que la de alertar a las autoridades para que cierren las termas al público y prevengan a la comunidad.

Esta situación, que podría ser una noticia aparecida en algún periódico o noticiario de televisión, es en realidad la trama de una obra de teatro, escrita en 1882 por el dramaturgo noruego Henrik Ibsen (uno de los padres del teatro moderno) y que tituló “Un enemigo del pueblo”.

Se trata de un clásico absoluto por su quemante vigencia y porque nos habla desde el siglo XIX de un problema ético y moral que cruza los tiempos. Es la pugna entre el deber ser (y tomar la decisión correcta en pos del bien común) o el sucumbir ante los intereses del poder económico sin otras consideraciones.

Stockmann sabe lo que se viene por delante cuando toma la decisión de alertar sobre el problema. El cierre de las termas causará un grave perjuicio económico para toda la comunidad (es el equivalente al cierre definitivo de una mina en un pueblo minero), pero el imperativo profesional y moral es superior. La salud de los habitantes y turistas está primero, la vida debe ponerse en primer lugar.

Sin embargo, Stockmann olvida un pequeño detalle. Las autoridades del pueblo no están dispuestas a clausurar las termas y anteponen un cúmulo de razones económicas y políticas para evitar que la noticia del envenamiento de las aguas se propague. Es el interés del capital por sobre la vida, como bien lo sabía Ibsen y como lo sabemos nosotros. Stockmann queda solo y en esa soledad que lo aísla en su propósito, ha de dar la lucha para imponer la verdad. Una apuesta que le traerá costos personales y profesionales inmensos, como a todo aquel que emprende una lucha sin cuartel contra intereses mercantilistas, ayer como hoy.

‘Un enemigo del pueblo’ es un clásico con letras mayúsculas, una de las obras más políticas de Ibsen y un texto fundamental del teatro contemporáneo, que llega a Santiago como parte de la temporada 2015 del Festival de Teatro Santiago Off, en la versión del dramaturgo Bosco Cayo y bajo la dirección de Laurine Lemaitre y Nico Espinoza.

La principal fortaleza de la versión de Cayo es que aterriza la obra violentamente en nuestra realidad inmediata. Valiéndose de una estética que mezcla y alterna lo audiovisual (vemos alternativamente la acción proyectada como cine y en vivo), el dilema de Stockmann y su lucha contra el poder se sitúan en un pueblo cualquiera del territorio nacional, donde la comunidad ve envenenadas sus aguas termales debido a los desechos tóxicos de una celulosa que arroja sus desperdicios sin ningún tratamiento previo de desintoxicación. Los hechos hablan por sí solos y la analogía nos resulta inequívoca.

Con claras referencias en el texto a nuestra fauna politica actual (“La gorda”, “Error involuntario”,”Hay que buscar un consenso” etc.), el montaje va de menos a más. Tras un inicio un poco flojo, la acción se aprieta y se tensiona a medida que el conflicto acorrala al doctor y los poderes políticos y fácticos empiezan a operar para desactivar los propósitos de Stockmann. El elenco responde de forma convincente y logra entregar con claridad el mensaje político implícito en toda la pieza, creando la atmósfera necesaria a tan agudo conflicto.

El diseño entrega un único espacio (el interior de una especie de container, que en algún momento los actores mueven de cara al público) con clara intención distanciadora, recurso acrecentado cuando, hacia el final de la obra, una asamblea de las autoridades y el doctor para dar cuenta a la comunidad del problema toma a los espectadores como habitantes del pueblo y se les (nos) insta a ser participes de la decisión fundamental: cerrar la celulosa contaminante y asumir el costo político y económico, o dejar que siga funcionando a pesar del peligro evidente.

El dilema nos queda planteado así de manera directa. Las autoridades pueden responder a intereses mezquinos, pero somos nosotros quienes mediante el voto les entregamos en poder.

Uno de los imperativos del teatro, del buen teatro, es ser un espejo, a veces brutal, de la sociedad. Así lo supo Ibsen y así también lo vemos en este enero 2015 en la capital de Chile.

 

Sitiocero Cultura

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