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Hace algunos años el gran compositor Tom Jobim declaró que Brasil no es país para principiantes. Y parece que esta afirmación, en principio enigmática, tiene algo de verdadera. Para muchos políticos, intelectuales, periodistas o personas con opinión, se ha transformado en un lugar común decir que Brasil es un país de grandes contradicciones. Y ciertamente lo es.

Desde que asumió su segundo mandato, la presidenta Dilma Rousseff tuvo que enfrentar una enormidad de problemas. Muchos de los problemas de Brasil son relativamente nuevos: una economía en proceso de recesión, una tasa de inflación en ascenso, sumado con una caída de la actividad industrial y un concomitante aumento del desempleo. Pero un conjunto de otros problemas se vienen arrastrando desde hace bastante tiempo. Solamente por mencionar los más importantes: La crisis energética, la crisis del agua, la falta de inversión en infraestructura productiva, la reprimarización de la economía, el deterioro de los servicios públicos, el soborno electoral, la corrupción endémica de políticos, empresarios y gestores públicos.

Con el propósito de enfrentar estas diversas crisis y “apaciguar a los mercados”, la presidenta Rousseff nominó como su Ministro de Hacienda a Joaquim Levy, un economista formado en la Universidad de Chicago, es decir, alguien que tiene en su ADN el recetario neoliberal difundido por Milton Friedman y la Escuela de Chicago para los cinco continentes. Siendo fiel a su formación, el Ministro Levy anunció un paquete de medidas que representan todo lo contrario de lo la presidenta electa prometió en su programa de campaña. Ante el estupor de sus electores, el actual ministro comunicó la “nueva” política de ajuste fiscal que aplicaría el ejecutivo: aumento de impuestos, incluido el retorno de un tributo especial para los combustibles y del impuesto sobre las operaciones financieras (IOF), recorte de gastos en educación, salud y vivienda, mayores restricciones en beneficios como el seguro desempleo, el auxilio a enfermedades, la restricción de las pensiones por muerte o la reducción de los subsidios en los prestamos realizados por el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES).

Esta serie de políticas anunciadas por la autoridad económica tuvo entre sus primeras consecuencias el “merito” de provocar la unidad de fuerzas insospechadas en la historia reciente, la alianza entre los representantes del capital y del trabajo. En efecto, tanto los dirigentes de las industrias (FIESP) que se quejan por el aumento de los tributos, como los líderes de la clase trabajadora (CUT, Fuerza Sindical), que denuncian el fin de muchas conquistas laborales, ya señalaron públicamente su intención de aunar esfuerzos para combatir las medidas informadas por el Ministro Levy. El propósito de este frente común en que están embarcados empresarios y sindicalistas es presionar al Congreso para que no apruebe los ajustes e impugne las Medidas Provisorias (MP’s 664 y 665) propuestas por el Ejecutivo, que alteran las reglas del beneficio, abono salarial, auxilio desempleo, pensión por fallecimiento, auxilio enfermedad y auxilio reclusión.

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En principio son inexplicables los motivos que tuvo la presidenta Rousseff para aceptar este conjunto de acciones que van a contrapelo de sus promesas de campaña y de las expectativas de sus electores, que implican una serie de cortes en los gastos sociales y la restricción de derechos laborales y previsionales de los trabajadores, aunque sus asesores y portavoces insisten en aclarar que estas medidas antipopulares eran inevitables para reconducir al país a un nuevo ciclo de crecimiento y equilibrio fiscal. Contrariando también a los partidos y políticos que constituyen la base del gobierno – en un sistema llamado presidencialismo de coalición- la presidenta ha sufrido seguidos reveses en el Congreso Nacional que es presidido tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado por dos miembros del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), el principal conglomerado de la base aliada, cuyos representantes han vetado relevantes proyectos enviados por el ejecutivo para su aprobación, como la eliminación de las trabas que permitirían un aumento de los impuestos o la disminución del techo del superávit primario de R$ 66,3 billones para este año.

Mientras tanto, el descontento y malestar casi generalizado con el alza de los impuestos, los aumentos de tarifas y los cortes de gastos ya se ha instalado en el país. Un levantamiento divulgado esta semana por el Instituto Datafolha muestra que la popularidad de la Presidenta Dilma ha bajado considerablemente. Los que juzgan su gestión como óptima o buena suman un escaso 13 por ciento. Este porcentaje implica una caída significativa con relación a fines de 2014, cuando la presidenta poseía un 42 por ciento de apoyo de la ciudadanía. Los que consideran su administración mala o pésima representan un 62 por ciento. Si a ellos se agrega el 24 por ciento que considera a su gobierno como regular, la cifra de insatisfacción asciende al 86 por ciento de los consultados. Además, en una encuesta anterior, el 77 de los entrevistados pensaba que la presidenta estaba en conocimiento de los fraudes sucedidos en la Petrobras y un 60 por ciento de ellos consideraba que Rousseff mintió durante la campaña electoral del año pasado.

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Estimulados por la baja popularidad y por la acumulación de los problemas apuntados previamente, algunos grupos opositores han organizados panelaços y protestas en las principales ciudades, en los cuales ha surgido el slogan de “Fuera Dilma”, exigiendo que la mandataria sea objeto de un impeachment por parte del Congreso, tal como sucediera en septiembre del año 1992 con Fernando Collor de Mello. Como ha sido señalado por diversos juristas y cientistas políticos, las posibilidades de que una solicitud de que una inhabilitación tenga éxito en el Congreso son bastante remotas. Primero porque la presidenta no ha realizado ningún tipo de acto de corrupción fragrante que justifique su enjuiciamiento por parte del Congreso o por el Supremo Tribunal Federal (STF).

En segundo lugar, porque no existen las fuerzas políticas necesarias para promover dicha acción de derrocamiento institucional, como fue el caso de José Manuel Zelaya en Honduras o de Fernando Lugo en Paraguay. En tercer lugar, porque los movimientos sociales más importantes de Brasil continúan apoyando al gobierno, pese a todas las críticas que puedan hacer a su gestión, especialmente al nombramiento de un ministro cuya palabra de orden es “austeridad” y recorte de gastos.

Para cualquier observador desavisado la situación brasileña es confusa e incomprensible. Como muestra basta observar lo que ha sucedido en las últimas semanas. En efecto, empero no concordar con la política económica implementada desde comienzos de este año, sindicatos de trabajadores, movimientos y sectores sociales han llamado a manifestarse en favor del gobierno, de la estatal Petrobras y de la democracia. Contraria y paradojalmente, aquellos electores que votaron por Aécio Neves, cuya plataforma de gobierno incluía la aplicación de un programa de ajuste como el que está siendo implementado ahora, han salido a la calle a pedir la salida del gobierno, entre otros motivos, por la carestía de la vida y por la irritante corrupción revelada a cada momento.

Sin embargo, no solamente la Petrobras ha sido objeto de malversación de los recursos públicos, pues la corrupción y el tráfico de influencias es transversal a todos los partidos y, tal como advierten la mayoría de especialistas, ella es parte del gen institucional de Brasil desde la época de las capitanías hereditarias con su marca patrimonialista en la conformación del Estado. En definitiva, el patrimonialismo representa nada más que la superposición del interés privado en los asuntos públicos, es una modalidad casi que atávica de privatización de los bienes públicos y su correspondiente apropiación por individuos, grupos o corporaciones privadas.

El escándalo de la Petrobras ha alcanzado a prácticamente todos los partidos y la clase política en su conjunto, por eso se torna evidente y notoriamente oportunista acusar solo al Partido de los Trabajadores de ser parte de los arreglos con las empresas para recaudar los fondos destinados al financiamiento de las campañas de sus candidatos. No existe referente político que no realice este tipo de acuerdo con el capital privado. Este es uno de los temas principales que ha sido planteado como base de argumentación para efectuar urgentemente la reforma política: que sea el Estado aquel organismo que financie las campañas partidarias a partir de un fondo a ser distribuido proporcionalmente entre todos los partidos y coaliciones con mayor representación nacional.

Al contrario de lo recomendado por sus partidarios más fieles e incondicionales, el actual gobierno parece haber sido acometido por una crisis de pánico y no ha tomado ninguna iniciativa relevante para cambiar este cuadro negativo. Una que otra reforma ministerial de carácter cosmético no va a convencer ni a quienes están decepcionados del “viraje” hacia la derecha del gobierno ni a quienes adhieren resueltamente a las filas de la oposición, atribuyendo todos los males de Brasil a estos últimos 12 años de administración de la coalición liderada por el Partido de los Trabajadores. El gobierno se encuentra acorralado en medio a una sociedad que está dispuesta a movilizarse para defender sus conquistas históricas o sus privilegios, negocios y utilidades.

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Ya han transcurrido prácticamente cinco siglos desde que Nicolás Maquiavelo nos advierte en el capítulo III de El Príncipe que un gobierno que no se preocupa del futuro está condenado al fracaso, pues reconociendo los males que caen sobre él, como cualquier persona o entidad prudente, es posible aliviar éstos. Pero si por falta de previdencia los dejan crecer al punto de tornarse visibles a los ojos de todos, dichos males no tendrán más remedio. Por la parálisis política que afecta al gobierno de Rousseff, el consejo del pensador florentino parece haber sido escrito en estos días. La pregunta que flota en el aire es como podrá sobrellevar y superar esta turbulencia un gobierno que está recién comenzado su segundo mandato. Con una política de conciliación y dialogo con la oposición o con una postura más agresiva que recoja el mandato que el pueblo le ha otorgado para retomar la política de protección social y de consolidación de los derechos laborales. Por el gabinete y la agenda que se viene diseñando, parece que la primera alternativa es más probable. En todo caso, quizás si la única certeza que existe en este mar de dilemas y contradicciones, es que se siguen avizorando oscuros nubarrones en el horizonte de este país inescrutable.

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