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Hoy, a partir de una conversación con una amiga, me puse a pensar sobre cuándo tuve noción de que el dinero había que ganárselo. Quería recordar cuándo dejé de creer que la plata estaba allí siempre que uno la necesitara, cuando pensaba igual que mis hijos pequeños, que cuando les decía no hay plata contestaban “pero anda a un cajero”. El cajero automático era para ellos una fuente inagotable de billetes donde se va y se saca plata cada vez que uno lo necesita.

Cuando era pequeño recuerdo haberle pedido plata a mis padres, para comprar dulces y helados en el negocio de la Sra. Elena, que quedaba al lado de mi casa; pero no recuerdo que me detuviera a pensar de dónde venía la plata y si ésta se acababa, qué había que hacer?. Yo pedía y me daban o no, pero ahí terminaba el asunto.

Sin embargo cuando echaron a mi padre del trabajo, en octubre del 73, justo después del Golpe de Estado, el dinero empezó a escasear en mi casa y pasó a ser algo relevante en la vida familiar. En esos tiempos éramos seis hermanos entre los 14 y los 4 años. Mi padre trabajaba en el Ministerio de Educación y mi madre era profesora básica de matemáticas, en la escuela Nº 50 de niñas de La Cisterna.

Al quedar mi papá sin trabajo, las economías de la casa se fueron al suelo y pasamos a depender casi completamente del modesto sueldo de profesora de mi mamá. Al poco tiempo de ser despedido e impedido de trabajar para el Estado, mi padre con los pequeños ahorros que tenía, creó un colegio privado en la calle San Isidro, en el centro de Santiago. En ese colegio que llamó John Dewey, en honor al pedagogo norteamericano, dio trabajo a sus amigos y colegas también despedidos por la dictadura.

Recuerdo que eran momentos de crisis económica, muchas personas habían sido despedidas de sus trabajos y muchas fábricas habían cerrado. La cesantía hizo aparecer por todas partes a los vendedores ambulantes, que vendían, entre otras muchas cosas, tarros del famoso chancho chino, cuya etiqueta blanca y azul con la palabra Ma Ling aún recuerdo.

El colegio de mi padre ocupaba el primer piso de una antigua casa, donde funcionaba en el piso de arriba, la Universidad Popular Pedro Aguirre Cerda; institución que nunca supe qué era realmente; ya que no se veían estudiantes por ninguna parte, solo había una placa de bronce con el nombre, de la organización a un costado de la escalera.

Para que en aquella casona pudiese funcionar un colegio, hubo que hacer modificaciones a las habitaciones, pavimentar el patio y construir más baños. Mi tío Sergio Macías, profesor, Radical y nuevo cesante, fue el encargado de las obras. Recuerdo haber ido a visitarlo mientras trabajaba y que me invitara a comer unas empanadas de precio módico, llamadas pequenes, cuyo relleno era solo de cebollas.

Una vez que el colegio estuvo en condiciones de funcionar, se abrió el período de matrículas; era verano, así que estábamos de vacaciones. Recuerdo que en esa época muchas veces mi padre salía en la mañana sólo con el dinero para el pasaje de la micro. En la tarde esperábamos que llegara para poder comprar el pan y tomar onces. Que mi padre regresara a casa con dinero dependía de si había ido algún apoderado a matricular a un niño.

Dada la precaria situación económica de mi padre, en esos tiempos el único ingreso regular de la familia era el sueldo de mi madre. Por esa razón todo pedido de dinero que le hacíamos a mi madre recibía siempre la misma respuesta “el día de pago veremos”. Por esta razón el día de pago de mi mamá se transformó en un momento casi mágico en la vida familiar. Todos esperábamos con ansias que llegara ese día.

Al día de pago le precedían varios días donde la comida escaseaba. Esos días de vísperas, aparecían entre otros, los fritos de acelga, los fritos de manzana, el chancho chino y los chapaleles con azúcar en reemplazo del pan.

Cuando por fin llegaba el anhelado día de pago, la actividad comenzaba temprano. Mi madre partía al trabajo, sin haber preparado el almuerzo como lo hacía todos los otros días del mes. Era así porque ya no quedaba nada con que cocinar. Sin embargo esto no solo no nos preocupaba sino que nos alegraba; porque que ese día, mi madre iría al centro a cobrar su cheque y volvería como a las dos de la tarde, trayendo una cajita de cartón con un manjar en su interior. Se trataba nada más y nada menos que de un pollo asado con papas fritas de La Cartuja. Un almuerzo como ese solo se podía disfrutar el día de pago.

Aquel día mi madre estaba contenta. A diferencia de todos los otros días hábiles del mes, donde iba desde nuestra casa a la escuela, que quedaba a media cuadra, y de ahí de regreso a la casa; ese día mi madre iba al centro, compraba algunas cosas y de seguro paseaba un poco. Hasta vitrinas debe haber mirado.

El día de pago era el único día que mi madre, se podía olvidar por una mañana de que tenía seis hijos y un marido semi cesante que alimentar.

Al comenzar la tarde, cuando llegaba a casa, estaba cansada por su ajetreada mañana, pero dichosa.

Al día siguiente comenzaba a ponerse triste. Era entendible porque, después de pagar todas las deudas del mes y algunas de meses anteriores, ella se quedaba sin nada de dinero. La recuerdo, en el living de la casa, casi al borde de las lágrimas,  diciendo, “el sueldo no me alcanza para nada, recién ayer me pagaron y hoy ya no me queda ni un peso”.

A partir de ese momento empezábamos todos a esperar que llegara pronto el próximo día de pago.

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