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Ayer fui al bosque, el de los ritos místicos o sagrados de los que hablan algunos libros, escenario de aquelarres, de símbolos circulares, el bosque incomprendido, desconocido, el de extrañas presencias, al de los temores, al de los presentimientos; un bosque, como aquellos donde los troncos  de los árboles se envuelven en tejidos de fibras de otros mundos y, también, de troncos descarnados en aparente cruel desollamiento, de donde emergen raras criaturas, de brillos, colores y formas que habitan en almas atormentadas o en mentes juzgadas como insanas; un bosque que también preserva troncos blanquecinos caídos desde hace décadas, desgarrados o retorcidos, como huesos sometidos a cruel tortura o, ennegrecidos, por la acción de criaturas pacientes, lentas y subterráneas; el bosque, como un aparente cementerio.

Ayer fui al bosque gris –gris, porque no lo había visto- me había conformado con los cuentos y los mitos, dejándome llevar en alas de dragones o seducir por gnomos o duendes o jugar al miedo con los cuervos, brujos, espíritus o almas perdidas en un vagar eterno.

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Ayer estuve en el círculo, en donde en un punto se funden el principio y el final, o el del eterno origen, el círculo que, si lo dejas, te succiona del tiempo, te habla de una historia mayor, de ciclos, eras, glaciaciones y deshielos por ejemplo, de la vida, del hombre, de la humanidad.  Ayer me habló del invierno que está cerca y que en los desprendimientos y putrefacción, en la pausa congelada, guarda, mantiene viva la energía vital, la que circula en inusitadas formas, que prepara la primavera donde la vida reaparece en yemas, brotes, bulbos que estallan, los mismos que se sosiegan, se allanan en verano, desde donde se beben todo el sol que pueden contener y, que transformados, se entregarán sin reticencias a los brazos siempre extendidos de la tierra otoñal, donde esa vida desprendida dormirá el sueño del bosque, sueño invernal, que prepara la primavera donde la vida reaparece en yemas, brotes, bulbos…

Ayer fui al bosque, mis pies se hundieron en el suelo blando, húmedo y frío, por un instante fugaz sentí miedo: podría hundirme en una trampa de barro, hojas, ramas, piedras, musgo, hongos, frío.   Pronto mi certeza fue: nada ha muerto, no hay trampa, el otoño sólo ha desnudado a los árboles, ha desprendido hojas, pétalos, ramas, cortezas, algunos troncos; los árboles siguen y seguirán allí.  El invierno está cerca, lo sintieron en pocos minutos mis dedos que luego dolerían al volver el calor, sin embargo la seducción fue mayor, el bosque me llamaba, quería mostrarme todo.  La noche anterior una delgada manta de hielo lo había cubierto, lo delataba el húmedo brillo por doquier, y la voz cantarina de su forma transformada en agua, que se escurría por todas partes en hilillos o en improvisados chorrillos que pronto se perderían en las profundidades de la tierra, donde las lenguas subterráneas de los árboles, con toda seguridad, la absorberán y elevarán otra vez.

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De pronto las voces estruendosas de los loros me sustrajeron del arrobo, más el bosque sólo me dejó oírlos.  Me percaté del silencio guardado en el bosque ¿por qué los pájaros abandonan en otoño dando lugar a la soledad, a un espacio vaciado y silenciado en el invierno del bosque? Probablemente van a cumplir su misión de vida al lugar y tiempo que les corresponde y dejan que el bosque duerma y cumpla la suya.  La certeza acude otra vez: cualquiera sea su paraje, la Naturaleza, madre y hacedora.

Hoy guardo un bosque en mi interior, mientras oigo el vaticinio del viento que no da tregua, se erizan los poros de mi piel por causa del frío que se ha instalado y observo nubes raudas cargadas de mensajes de lluvia y nieve; me remonto al bosque que les espera y donde no hay temor.

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2 Comentarios sobre “El Sueño del Bosque

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