Compartir

Ante el asesinato de Diego Guzmán y Exequiel Borvarán, muchas voces se alzaron para opinar al respecto. Algunos sectores extremos aplaudieron el hecho, cosa que no merece mayor comentario, mientras que otros lo vieron sólo como “un desquiciado”. Yo intentaré una lectura de esta trágica noticia a partir de las declaraciones de Camila Vallejos: “lo que vivimos hoy día fue un crimen de odio. Ezequiel, Zamudio y cuantos otros que han caído porque vivimos en una sociedad completamente intolerante, una sociedad que no ha logrado superar las diferencias, que vive al otro mirando con desconfianza, con resentimiento y que no es capaz de comprender la necesidad que hay, de amplios sectores de nuestro país, de levantar la cara, de organizarse, de luchar por hacer justicia, por vivir en un país más digno”.

Durante los últimos años, la sociedad chilena se ha batido entre una visión “Leviatanesca”, en la que el hombre es el lobo del hombre, erigiéndose la interacción social como una pesadilla que sólo termina en la soledad de nuestras habitaciones, hasta otras que platean un resurgimiento de lo que podríamos llamar “sentido de comunidad”, tal como lo plantea José Joaquín Brunner en su libro “El Sueño Chileno”. En este sentido, la lectura primaria de los involucrados en el caso es muy fuerte: Diego y Exequel eran activos participantes de la sociedad civil, lo que denota un sentido de comunidad activo; mientras su supuesto asesino, y tal como lo plantea Pedro Cayuqueo en su columna, pareciera representar todo lo contrario: egocentrismo y escasa civilidad, o sea lo que los griegos calificaban como “idiota”.

La falta de involucramiento a la que hace mención Cayuqueo la percibí fuertemente poco antes de marcharme de Chile. La desconfianza y el extremo consumismo, también. Todos estos fenómenos que parecen pertenecer a esa “aura Leviatanesca” que se despliega por Chile como una neblina gruesa y pesada, pero que no se genera de un día para otro. Quizás, algunos de sus elementos siempre estuvieron allí pero, la idea de que “una pared valga más que una vida humana”, no puede dejar de ser revistada bajo las condiciones sociales y económicas que han rayado la cancha en la sociedad chilena.

Es, en este panorama, en el que el cambio constitucional surge como una forma directa para refundar los cimientos del país, y como un instrumento que sirve para orientar el país que queremos vivir. Y surge con especial fuerza, teniendo en cuenta que “la “constitución económica” chilena es una expresión normativa del sistema y modelo económico definido por los economistas liberales del régimen militar que se diseña, teniendo como modelo un programa económico neoliberal impulsado por la Escuela de Chicago. En este sentido, el rol que se entrega al sector privado y al mercado dan cuenta de un enfoque institucional en el que el Estado carece de protagonismo, salvo para garantizar las libertades económicas reconocidas a los ciudadanos.”[1] Si permanecemos con una carta magna que norma nuestro tejido social de acuerdo a los preceptos[2] de la economía liberal (maximización de utilidades, homo economicus, etc.), lamentablemente podremos seguir esperando que las ventanas, los autos, y las paredes valgan más que la vida humana en el inconsciente y, por lo tanto, en el actuar de cada persona, en especial ante situaciones límites. Por éste, y por otros motivos más, es que nadie puede calificar al cambio constitucional como algo trivial, o de mero maquillaje mediático. La constitución es la ley principal que gobierna todas nuestras relaciones en derecho, o sea es la base de nuestra normativa jurídica.

Por otra parte, otros elementos del diagnóstico de Vallejos  se relacionan directamente con nuestra incapacidad de debatir de manera respetuosa y fundada, y por ende, con la educación. En amplios sectores de la sociedad chilena, la educación cumple sólo el papel de “guardería” (en la educación básica), para después transformarse en una mecanismo de producción / reproducción de trabajadores eficientes que a su vez sean activos consumidores, lo que parece estar en concordancia con el marco económico constitucional. Repito la misma idea que ya antes muchos han expuesto: la educación debe de crear ciudadanos, no meros trabajadores-consumidores. Mientras no sea así, el funcionamiento de todas nuestras instituciones tenderá a asemejarse al de una empresa, con todos los peligros que ello conlleva.

Una última palabra respecto al odio. Yo sentí una parte, ínfima, de ese odio. Sólo bastaba mostrar interés en participar de la sociedad civil, para desatar la violenta reacción verbal de algunos de mis ex compañeros de trabajo. “Te haces mucho problema. Vete a ver tele mejor”, me dijo uno de ellos. Percibí envidia y rabia en sus palabras, con un sabor a desesperanza que luego se transforma en parálisis. Y es, lamentablemente, una experiencia común entre muchos de mis amigos. No creo que ese tipo de clima social sea inocente para nada, y quizás para muchos o estoy equivocado o estoy exagerando, pero en mi lectura de los hechos, veo más conexiones que elementos aislados entre la política que rige Chile y el triste destino de estos jóvenes porteños.



[1] La Constitución Económica de 1980. Algunas reflexiones críticas. Juan Carlos Ferrada Bórquez. Revista de Derecho, Vol. XI, diciembre 2000, pp. 47-54.

[2] Los cuáles son meramente supuestos, y que no pueden ser asumidos como verdades a priori. Cabe destacar que esa simplicidad es la que permite a gran parte de la ciencia económica “funcionar”, por lo que sus conclusiones deben de tener en cuenta esta consideración.

*Fotografía modificada con licencia de Creative Commons

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *