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“Inundo de vino mi cabeza
Para olvidar la cancioncilla senil
Que tararea el carro de tercera,
Para olvidar a los torpes campesinos,
Con sus canastos con quesos o gallinas,
Y a los viajantes que ofrecen peinetas y naipes.”
Jorge Teillier, Trenes de la Noche.

Hay un juguete que jamás falta en las tiendas y mercados de las pulgas. Es la locomotora y sus vagones. Todo niño resplandece cuando estas legendarias máquinas llegan a sus manos, sin importar su calidad, tamaño o belleza. Los adultos tampoco se privan de este placer. Aquellos que cuentan con espacio y algunas “lucas más”, instalan maquetas para reproducir paisajes montañosos, puentes, casitas, luces y un complicado sistema ferroviario destinado al  desplazamiento de estas “orugas”, como las llamaba cariñosamente Pablo Neruda. Tampoco faltan los ciudadanos amigos de este patrimonio y que luchan cada día por conservarlo. Algo inasible se niega a soltarnos cuando vemos un tren real o en miniatura. Un sentimiento que se torna en nostalgia en países como el nuestro, donde se ha dejado agonizar a este eficiente medio de transporte.  A pesar de la modernidad, las reinas  siguen siendo esas damas de piel sudada, fumadoras y jadeantes. Me refiero a las locomotoras de vapor, aquellas que marcaron las primeras huellas de la revolución industrial en la geografía del mundo durante el siglo XIX y parte del XX. La imagen de sus chimeneas, campanas y engranajes surge espontáneamente en el momento en que un niño quiere dibujar o describir lo que es un “chucuchú”. Sus descendientes de fierro, los veloces japoneses, los urbanos Metros y tranvías no ocupan tanta fantasías como aquellas primeras soberanas, que suelen aparecer de tanto en tanto, ilustrando cuentos y golosinas.

Estación de tren de Cartagena. Fotografía de Pilar Clemente.
Estación de tren de Cartagena. Fotografía de Pilar Clemente.

 Rápido corren los carros…

El ferrocarril fue el invento que promovió a Gran Bretaña como paladín del trasporte terrestre y náutico. Curiosamente, los trenes tuvieron la virtud de asimilarse en cada país, provincia y pueblito, donde llegaron a cumplir los sueños de movilidad, comercio, viaje y aventuras. Antes del advenimiento de los vehículos individuales, se trasformó en la empresa más próspera  de cada nación. Los gobiernos la veían como una puerta al progreso, los empresarios como la llave hacia la industria y los ciudadanos como una forma de cultura popular. En todos los países surgieron novelas, poesías, filmes, cómics y personajes inspirados en las compañías de ferrocarril, las máquinas, sus empleados y la colorida vida en las estaciones de espera. No fue casualidad que uno de los primeros cortometrajes presentados por los hermanos Lumiére en un café de París fue, justamente, el arribo de una humeante locomotora. Aquellos primeros modelos que rodaban con vapor fueron celebrados hasta en canciones de bar. James Watt, uno de los tantos británicos que mejoraron la ingeniería de este sistema, tenía un estribillo que solía cantarse en viejas fiestas sureñas, esas con guitarreo, piano, bailoteo y juego del “corre el anillo”: “Santiago Watt, a pata pelá, fue el inventor, a pata pelá, de la primera bomba de vapor, a pata pelá”. En el continente americano, la primera máquina que inició las líneas de Baltimore hasta Ohio fue la “Tom Thumb”, diseñada por el norteamericano Peter Cooper en 1830. En la isla de Cuba se inauguró la segunda vía férrea en 1838. Luego, Perú y Chile ocuparían el tercer lugar en hacer rodar este transporte en 1851. En julio comenzó el recorrido entre Lima y Callao, mientras que el 25 de diciembre, Copiapó se hizo un regalo navideño con la ruta desde la ciudad al puerto de Caldera. El descubrimiento del mineral de plata de Chañarcillo y el auge que estaba viviendo Atacama hizo que este transporte no solo aumentara la prosperidad de la zona, sino que también pavimentó el camino hacia la revolución constituyente de 1857, liderada por los empresarios mineros Pedro León Gallo y Manuel Antonio Matta, quienes deseaban la independencia del centralismo Santiaguino. Un aspecto interesante de esta historia es que todavía se conservan las estaciones de Copiapó y la de Caldera, como también parte de su trocha. Lamentablemente, se trata de un patrimonio siempre en peligro, ya que la ayuda es poca para su mantención. En Chile mantener los vestigios del pasado suele hacerse cuesta arriba.

Locomotora tren Arica - La Paz Fotografía de Pilar Clemente
Locomotora tren Arica – La Paz Fotografía de Pilar Clemente

A Valparaíso los boletos

Este recorrido, tan ensalzado por poetas y folcloristas, nació bajo el sello de la  fatalidad. William Wheelwright, el mismo que construyó la vía férrea en Atacama, había presentado los papeles en la capital durante 1842. Sin embargo, la burocracia, más la accidentada geografía de la cordillera de la Costa, postergaron hasta 1863 la llegada del tren al puerto. Paralelamente, hubo que construir túneles y puentes para habilitar la trocha, los que costaron la vida de muchos obreros carrilanos. En 1985 recuerdo haber subido en la Estación Mapocho al viejo tren que funcionaba a diesel. Era una ruta  hermosa, muy campestre, donde las zarzamoras y los dedales de oro bordaban los rieles del trayecto. Hasta la fecha lamento no haber puesto más atención al paisaje, ya que un año más tarde, en febrero, ocurrió un horrendo accidente a la altura de Queronque. Dos trenes repletos de veraneantes chocaron de frente y provocaron un alto número de fallecidos y heridos. Las investigaciones culparon a la fatiga de materiales y a fallas humanas. La EFE o Ferrocarriles del Estado había sido semiprivatizada por el régimen militar, el que a su vez, impulsó el transporte de camiones y buses para la licitación de carreteras. Este proceso de deterioro, siguió con los gobiernos de la Concertación a través del cierre de ramales y de la fallida modernización del tramo sureño. La falta de rentabilidad fue siempre el problema. Después de la tragedia de Queronque se clausuró el sistema de pasajeros y solo siguieron los vagones de carga. Un par de años más tarde, la bella Estación Mapocho quedó sumergida en un largo abandono hasta que fue recuperada para eventos culturales y fiestas. Como si fuera poco, en 1984 un incendio forestal consumió la estación Leyda, que había permanecido como patrimonio histórico al cerrarse el ramal a Cartagena. Muchas personas, entre ellas mi mamá, se emocionaron al ver en la televisión como las llamas destruían parte de sus infancias. Con Leyda desaparecían recuerdos de paseos a la costa, que hoy permanecen en novelas como “Gran Señor y Rajadiablos” de Eduardo Barrios. Ese mismo año, cerró  también el romántico “Trasandino”, que corría desde Los Andes hasta Mendoza a través una red de túneles excavados en el corazón cordillerano.

Estación de tren Arica. Fotografía de Pilar Clemente
Estación de tren Arica. Fotografía de Pilar Clemente

La pampa y el abandono

El más importante ferrocarril chileno fue el Longitudinal, apodado “El Longino”. Por el sur llegaba hasta Puerto Montt, ruta que aun está vigente. Finalizaba en el puerto de Iquique por el norte. El viaje hacia ambos lados podía tomar unos cuatro días. Historias parecidas al realismo mágico solían suceder en los trayectos por el desierto de Atacama, en el que también circularon alguna vez ramales hacia las salitreras. Mineros en huelga, viudas de negro, señoritas de blanco, ánimas de los calicheros y hasta el mismo Diablo, solían ser vistos por esos parajes y formaban parte del relato de los viajeros. Una historia curiosa es la del “Empampado Riquelme”, narrada por Francisco Mouat. Se trata del misterio de Julio Riquelme, quien abordó “El Longino” en 1856, con la intención de asistir a un bautizo en Iquique. Jamás llegó a su destino. Durante décadas se especuló sobre su suerte, hasta que en 1999 se encontraron sus restos, con toda su documentación. ¿Se extravió seducido por algún espejismo? El caso es que su familia pudo darle cristiana sepultura después de 43 años de viaje.

Otra investigación interesante es la del periodista viñamarino, radicado en Arica, Alberto Irarrázabal. El reportero se dio a la tarea de entrevistar a ex empleados del Ferrocarril Arica-La Paz, específicamente, a quienes tuvieron el privilegio de residir en la estación Central, que como su nombre lo indica, se encontraba en medio del trayecto. El tren partía desde Arica y subía por el valle del Lluta hasta llegar a los 1.481 metros sobre el nivel del mar, donde se encontraba la Estación Central. Desde allí, el convoy continuaba con personal boliviano hasta El Alto, en La Paz, a 5.000 metros. El viaje total duraba unas 20 horas.  Este tren fue un desafío tecnológico para los ingenieros chilenos, pues debido al ascenso de la vía, ellos desarrollaron un sistema de cremalleras para ir “sujetando” las ruedas y evitar que el peso de la carga empujara los vagones pendiente abajo. Como se sabe, su construcción fue parte del Tratado de 1904, firmado entre Chile y Bolivia después de la Guerra del Pacífico. Fue financiado en su totalidad por el gobierno chileno y se inauguró en 1913. Después de esa fecha, Arica vivió un importante auge comercial, ya que se convirtió en la salida boliviana más cercana al Pacífico. El libro: “Central, el tesoro olvidado del F.C.A.L.P”, muestra cómo era la rutina en la estación Central, la que tenía categoría de “pueblo”, es decir, residían allí autoridades y ciudadanos que no necesariamente eran empleados de EFE. Los testimonios del libro revelan las relaciones amistosas entre los pasajeros internacionales y habitantes del lugar. Describe también cómo eran las casas según el rango de los empleados, la escuela, la enfermería, la comisaría, el bar, la piscina, los árboles frutales, los festivales y eventos que se realizaban en las montañas y cuyos detalles evocan el quehacer de tantos pueblos que se desarrollaron antes del advenimiento de la televisión. El recorrido completo dejó de funcionar en el 2005 por fallas en la infraestructura causadas por los inviernos altiplánicos. Sin embargo, ha faltado la voluntad de Bolivia para poner en marcha otra vez el ferrocarril. Obviamente,  el uso de camiones a través del peligroso camino internacional sale hoy más económico que arreglar toda la vía férrea y las estaciones. Alberto Irarrázabal no buscó rescatar lo anecdótico, sino que intenta crear consciencia para recuperar el patrimonio histórico y turístico de la estación Central. Su objetivo es evitar que siga el destino de abandono y desidia, tan común en los edificios patrimoniales chilenos.

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2 Comentarios sobre “Cuando la vida corría entre rieles y vagones

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