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Escribo estas líneas desde la ribera del Mara, cuyo cauce atraviesan cada año millones de ñus en la migración de fauna salvaje más famosa de la televisión. A escasos metros de mi habitación-tienda gruñe un hipopótamo mientras varios cocodrilos asoman esporádicamente su amenazante boca para respirar. Acabo de recorrer las llanuras del parque nacional Masai Mara, con la suerte de haber visto a ‘los cinco grandes’. No se puede pedir más a la vida… o sí, poder compartir esta fortuna con todos aquellos a los que quieres.

“La vida, compartida es más” reza el eslogan de una gran empresa de telecomunicaciones. La tecnología permite que estés conectado desde el más remoto rincón del planeta. El deseo de compartir es consustancial a la condición humana. Los canales y las redes sociales se encargan de dar rienda suelta a esa necesidad de ver y ser visto para sentir y ser sentido.

Sin embargo, el deseo de compartir responde a menudo a la necesidad de reafirmar el ego, de proclamar “¡Mira dónde estoy!”. Cuando la vanidad es el motor, la vida acaba allí donde empieza la del otro. Son dos espejos reflejándose entre sí: se ven, pero no se reconocen porque ambos están ciegos a la imagen del otro, solo ven la suya.

El ego es un aliado poderoso y un enemigo cruel. Aliado porque moviliza el deseo de superación, de llegar más allá, de ser mejor. Cuando esa fuerza se canaliza por el lado del bien, el efecto alcanza a los demás. Pero cuando se canaliza por el lado del mal, los peores efectos se producen sobre uno mismo. En tales circunstancias, el yo se convierte en un enemigo cruel porque no permite a la persona percibir la grave dependencia que tiene de su ‘superyo’ y, cual virus asintomático, extiende el daño a todas las relaciones que pretende protagonizar desde su individualidad.

La mejor forma de evitar que el yo se pase sin darse cuenta al lado oscuro es ser consciente de su presencia, sentir la fuerza para dominarla, recordar que eres una ínfima parte de un cosmos que fácilmente podría prescindir de ti. La unidad con el cosmos, como propone el documental Unity, es la fórmula más eficaz de eludir la tenebrosa unidad con uno mismo.

La vida si no la compartes, simplemente no es vida. No hay vida interior suficientemente fecunda que sustituya a la vida en común. Incluso en la soledad sientes la presencia de los otros, de aquellos a los que quieres sentir y, recíprocamente, confías en que sientan por ti.

Compartir va mucho más allá de las redes sociales. Los sitios de internet no deben ser gestionados como repositorios de la vanidad o videotecas del egocentrismo. Las redes deben servir para recordar a los otros a partir del disfrute de tus propias experiencias.

Por eso, desde este maravilloso rincón de la Tierra donde la naturaleza aún te abraza, desde la ribera de mi vanidad, al escribir estas líneas expreso mi deseo de compartir esta vivencia sublime con todos aquellos con los que me gustaría estar aquí y ahora, especialmente con mi familia y mis amigos, entre los que incluyo a los habitantes y colaboradores de Sitiocero.net.

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2 Comentarios sobre “Desde la ribera de mi vanidad

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