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Desde las calles de Paris a las aldeas de los refugiados en Siria, los estudiantes mexicanos asesinados, Libia, Ucrania.   Hacia donde se dirija la atención existen conflictos que nos horrorizan en la medida que los muestran los medios de comunicación.

No hay duda que la Humanidad tiene una gran habilidad para generar enfrentamientos armados y que siempre las víctimas civiles y las personas indefensas han sido las más perjudicadas y las que tienen menos acceso a difundir su punto de vista, al menos hasta la aparición de las redes sociales.

Cada vez que surge la violencia se busca a los responsables, y así se puede retroceder prácticamente hasta los inicios de la Historia, pero fuera de los lamentos se hace poco por resolver las situaciones de inequidad que son las que, en definitiva, provocan los enfrentamientos.  Una vez expresado el repudio, nos quedamos sin capacidad de proponer soluciones.  Cuando nadie es responsable, nadie tiene la culpa, y todo se desliza en una apatía paralizante, como siempre, sin atender que todo es un asunto de poder, y que el poder es válido o injusto desde la perspectiva que se lo mire.

La legitimidad del poder, desde el que se trata de explicar todo lo demás, es subjetiva, y si es bajo esa mirada subjetiva que se tiene que resolver la violencia, resulta poco probable obtener resultados.

La solución entonces es renunciar a la perspectiva que hemos heredado generación tras generación, repitiéndola sin reflexionarla de verdad, y asumir que el dolor del otro puede ser el propio, que los demás pueden tener parte de la razón.

En la medida que se entienda que todos somos igualmente seres humanos, con los mismos derechos y deberes, apenas una especie más en el planeta, que ninguno de nuestros dioses está sobre el otro y que ese entendimiento no esté enmarcado en una ideología, recién podremos comenzar a entendernos.

La guerra y la violencia son engendros del ego, de creer que solo cuenta nuestra cultura, sin detenernos a comprender que enfrentamos una casi total ausencia de autonomía para elaborar nuestros pensamientos por nosotros mismos.   Sólo cuando logremos liberarnos de esa mirada podremos desprendernos de prejuicios, y recién comenzar a buscar la forma de concordar un acuerdo.

El problema es que ese es un proceso difícil y largo, que exige mucha madurez -tanto personal como social, de la que carecemos- y que debe ser realizado por todas las partes en forma paralela.

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