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Me dicen que ahora puedo hacer “regalos del alma” o comprar en “la tiendita de los deseos”. Pero no quiero ni una cosa ni otra. Desearía, más bien, volver al tiempo de los regalos que se hacían a mano, como el caballito de madera que me entregó mi padre o la Amaranta que me dio una amiga hace muchos años y que se ha ido aguachando de generación en generación.

Voy donde Paula a buscar la muñeca que le heredé cuando todavía construía desmesurados imaginarios con sus juguetes. Responde que ahora es de Sofía, su hijita, y que si la quiero debo entenderme con ella.

̶  ¿Por qué le dices así? Tiene otro nombre y es la mamá ̶   pregunta Sofía levantándola de la cuna poblada de muñecos de diversas procedencias, colores y biografías.

̶  Es una historia larga y te la contaré alguna vez  ̶

̶  ¿Un cuento? ¿Y es lindo? ̶̶

̶  Un cuento sí. ¿Lindo? humm. Ya tendrás tiempo de oirlo –

El día que Amaranta entró en mi vida había salido el sol, pero la temperatura no superaba el grado cero. La tarde anterior había caminado largamente en medio de la nieve, celebrando la claridad tan esquiva  durante el invierno en el norte de Europa. Perdí la noción del espacio y persiguiendo la esfera anaranjada que se hundía en el horizonte llegué hasta una casa que tenía la bandera de Vietnam. La imagen permaneció casi nítida en mis recuerdos, porque el estandarte sobresalía como único signo de color en medio del paisaje blanco.

Así también el vestido de Amaranta . Ella ha ido cambiando de roles y de nombres, pero su traje de terciopelo rojo oscuro, que le dio su primer apelativo,  permanece casi igual, así como sus ojos café avellana madura y el pelo castaño, algo liso y desordenado.

Annika me la entregó con un mensaje dicho en su español agringado y musical: “La hice para que te acompañe y no te sientas sola. También nosotras necesitamos muñecas”. Me había invitado a la casa de sus padres, para que conociera cómo se preparaban las fiestas de fin de año en una familia sueca. Recuerdo el largo trayecto hacia ese suburbio de gente acomodada viajando primero en tunnelbana (el metro de Estocolmo) y luego en bus.

Los escasos pasajeros del bus, fueron descendiendo y de pronto estábamos solamente el conductor y yo. Tenía una pena enorme y pensaba en Santiago, en el verano, en mi familia y amigos. No pude evitar las lágrimas y el conductor que me miraba por el espejo retrovisor – un  hombre joven de barba rala- me dijo algo así como “Estas fiestas son tristes cuando uno está fuera de casa ¿no?”. Medio sorprendida le respondí que sí, “especialmente si uno está tan lejos”.

El viaje llegaba a su fin y junto con abrir la puerta el chofer se despidió con un: “Feliz navidad y ojalá vuelvas pronto a tu país”.

La calle de las vírgenes y el libre albedrío

Annika abrió la puerta de su casa y junto con la tibieza de la calefacción, desde la cocina nos llegó el aroma a canela y cardamomo proveniente de la bebida tradicional de fin de año, glögg, que hervía en esos momentos. La madre había hecho galletas y un pan dulce que nos había dejado en un mesón. No tenía gran apetito esa tarde y solo tiempo después vine a apreciar el sabor de las galletas de jengibre. La hermana chica estaba en el segundo piso y nuestra tarea era revolver el vino que se cocinaba a fuego lento, con azúcar nueces, pasas y otros ingredientes que le darían un aroma característico.

Cuando ya asomaba la primavera compartimos el departamento que había conseguido en uno de los barrios más  apetecidos de Estocolmo, en Östermalm. Estaba en Jungfrugatan, la calle de las Vírgenes, casi al lado de una sede de los bomberos (eso lo recuerdo bien, porque una vez que olvidamos las llaves del portero eléctrico tuvimos que pedirles ayuda para poder entrar) y muy cerca de un zapatero italiano con el cual Annika tenía largas conversaciones.

El nombre de la calle nos daba risa, porque en la cuadra siguiente se instalaban las prostitutas apenas subía la temperatura ambiente. Annika y sus amigos habían tratado de convencerlas de dejar el comercio sexual, pero las mujeres – jóvenes en su mayoría- alegaron que estaban en su derecho de ganarse el dinero como les diera la gana y gastárselo como quisieran… Así es que hasta ahí llegó la cruzada para salvar a las pobres mujeres que debían vender sus cuerpos. Era un asunto de respeto al libre albedrío y ninguno estaba dispuesto traspasar el límite.

calle

 

Fue en esa época cuando comencé a querer la ciudad y el país ajeno, a disfrutar de las delicias de una primavera llena de flores en el bosque, los aguaceros súbitos, los recitales de música al aire libre, las caminatas de madrugada después de una fiesta, en noches donde no se ponía el sol. Y también los paseos a las islas del archipiélago, las danzas con sus amigos alrededor de una fogata, donde se asaban las papas y salchichas del picnic, las escapadas a Gamla Stand, la ciudad vieja.

Éramos muy jóvenes, pero sentíamos que habíamos vivido tanto ya, que nos asomábamos al goce como las cigarras de María Elena Walsh igual que sobrevivientes que vienen de la guerra.

Retorno

̶  ¿Quién es esa que te mira desde el espejo? No eres tú. No te reconozco  ̶̶

El proceso de retorno había comenzado el día en que miré al espejo de cuerpo entero y vi a una extraña. Tomé un té y me dormí profundamente, como la princesa de los cuentos de Sofía. Pero en mi sueño no había enanitos ni príncipes, sino una niña jugando dentro de una lavadora de ropa dando vueltas y vueltas en medio de burbujas de jabón. Desperté sintiéndome limpia y liviana y sentí que estaba preparada para volver a Chile.

Las noticias que recibía no eran muy alentadoras, pero los detalles que se asomaban en las cartas de los dos amigos que conocían mi paradero me dieron ganas de acelerar la partida. “Aquí está por comenzar el otoño y hay que salir con medias por la mañana”, contaba una; “¿Todavía se te olvida el pan en el tostador? Echo de menos los desayunos en tu casa con olor a humo” decía el otro.

Semanas antes de despedirnos Annika me invitó a celebrar Midsommar, la fiesta del Solsticio, una tradición que se remonta a tiempos muy antiguos donde todos participan. Compramos vino y preparamos panes con queso jamón, y pepinillos. Pasamos horas conversando y tomando vino blanco a orillas de un mar que parecía lago.

Ninguna de las dos tenía claro el futuro, pero nos sentíamos optimistas. Ella quería retomar sus estudios de pintura. Yo sabía que dentro de la precariedad podía contar en Chile con un espacio para vivir durante unas semanas y que tal vez podría encontrar un trabajo.

Sofía me advierte que debo devolver pronto a  Amaranta, que ahora se llama Morgana, “porque sus hijitos la van a extrañar”.

-Obvio-  contesto pensando que la vida ha dado una gran vuelta. Amaranta también cruzó los mares para llegar a un país distinto; el regalo de Annika permanece  y,  operaciones afectivas de Sofía mediante, tiene más compañía e historias que cualquier personaje de este cuento. 

 

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