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Asistí a una fiesta de cumpleaños de  una persona de 70 años. Nunca me han gustado mucho estas celebraciones, pero las acepto y las comprendo. Incluso yo, reticente a ellas, me di el gusto de convocar una cuando celebré 50 años de existencia.

La fiesta fue organizada por los tres hijos del festejado, un profesor de artes plásticas jubilado, que además es artista, una persona con gran sensibilidad y de profundos sentimientos.

Sus hijos invitaron a los amigos y familiares de Pepe, que así se llama el festejado. Fue una fiesta íntima, discreta, con música en vivo. Una guitarra, un violín y un contrabajo amenizaron el evento,  interpretando piezas clásicas y otras de música popular, todas seleccionadas porque representaban algo para el festejado.

El espacio era ideal. Una vieja casona del Barrio Italia, justo en el límite de Providencia y Ñuñoa, amplia, alta, construida en el noble ladrillo fiscal, con pisos de madera y una terraza fresca, que se hacía más agradable con la brisa de este bendito noviembre. Todos los noviembres deberían ser como el de 2015.

Hubo buenos entremeses, deliciosa comida, tragos y bebidas justos. No faltó la torta y los postres. Conversamos, departimos, cantamos. Nos emocionamos con el video realizado por los hijos, donde se hizo un recorrido fotográfico por la vida de Pepe, de sus amores, de los hitos de su vida, que también se fueron mezclando con la historia de todos los que allí estábamos. Todos éramos parte de esa historia.

Fue una pequeña historia visual de Chile.

La celebración, sin embargo, estuvo cruzada por un sentimiento contradictorio con la pura felicidad. Hubo tristeza.

Ahí se comprende que los límites de un sentimiento con respecto a otro no son fáciles de determinar y está en nosotros saberlos compatibilizar y sacar de ellos lo mejor para tener una mejor vida.

El festejado padece un cáncer pancreático y se encuentra en una fase muy avanzada de la enfermedad. Todos los allí presentes sabíamos que esa era una despedida.

Lo que vivimos fue una verdadera celebración de la vida, pero también la aceptación de la partida. Por eso agradecimos.

Comprendí, una vez más, dos cosas que son claves para entender nuestra humanidad. Lo primero, que el deber de los hijos es ayudar a morir a sus padres. Es un paso doloroso, pero necesario. Hacerlo produce una sanación y un crecimiento que transforma y enriquece la condición humana. Viendo a los hijos de Pepe acompañándolo, abrazándolo y besándolo, me acordé de mi propia despedida con mis padres, en sus lechos de moribundos, lo doloroso y liberador que fue que para mí recibir su cariño.

Lo segundo es que todos nos necesitamos. Que debemos apoyarnos en el dolor. Que miserable e indigna se convierte la vida cuando no tenemos  a nadie que nos ayude a transitar por el dolor.

La naturaleza humana, tan compleja y contradictoria, a veces se reduce a cosas sencillas, como besar al enfermo, acompañar al doliente, abrazar al solitario. Juntarse para cantar y agradecer por lo vivido.

Esa fiesta tan sencilla, sobria, hecha con dedicación, fue un canto al amor y la amistad. Homenajear y acompañar a quien se dirige inexorablemente a su despedida de la vida, es un acto que enaltece y dignifica la condición humana, rescata y releva lo central de nuestra existencia.

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3 Comentarios sobre “La despedida.

  1. Encuentro generosa la vida, Dios, cuando nos regala la oportunidad de no quedarnos con los abrazos, ni los “te quiero” guardados. Cuando los momentos se viven a concho con los que amamos y nos adelantan en la partida.

    Un relato precioso que nos invita a la reflexión.

  2. Que profundo y hermoso relato. Gracias por compartir esta historia que ayuda a comprender la partida de nuestros seres queridos y la importancia de las cosas sencillas de la vida.

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