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Últimamente, me vienen acosando aromas y sabores del ayer. ¿Será porque las fiestas de fin de año se prestan para este tipo de emociones? Acabo de pasar unos días evocando el aroma a pino fresco, acentos de resina y chocolate. Viví mi infancia en el pueblo minero de Lota, en el sur de Chile. Para estas fechas, mi papá solía cortar alguna rama en los grandes y húmedos bosques que crecían en la Provincia de Arauco. Paralelamente, mi mamá compraba en Concepción unas lágrimas hechas con un chocolate puro y oscuro. Como venían envueltas en papel metálico, ella las escondía entre las esferas de cristal, los faroles luminosos y los adornos escolares que colgaban en el árbol. Parte de la alegría de finalizar las clases y jugar con los amigos en la calle, era buscar esas gustosas lágrimas. Recordar esa sensación fue tan fuerte que corrí al supermercado a comprarme un dark chocolate. Pese a que busqué un  “85% cacao”, no pude reproducir el mismo gusto ni olor. ¡Ni modo! Gracias a esta “iluminación olfativa” accedí a otros recuerdos, como el perfume que inundaba la casa durante el invierno. Al igual que la mayoría de los Lotinos, el  lugar más importante era la cocina, la que contaba con una estufa de hierro que funcionaba todo el día, gracias a piedras de carbón que olían a petróleo, madera quemada y hollín. Aunque el agua siempre bullía en la tetera, durante las mañanas se olía a pan recién hecho y a té. Desde el mediodía en adelante, las sabrosas emanaciones de cebollas, ajos, pimientos y el comino de los guisos caseros se impregnaban en el ambiente. En 1997 cuando la Empresa Nacional de Carbón ENACAR cerró sus piques y enmudeció la sirena del llamado a labores, me percaté que el aroma a carbón,  pan amasado y los vapores alga-salinos del océano Pacífico eran el sello que caracterizaba la brisa de la Bahía de Arauco. De paso, aprendí que existen muchas situaciones que no valoramos hasta que desaparecen y las echamos de menos.

Los piques de Lota. Fotografía de Pilar Clemente.
Los piques de Lota. Fotografía de Pilar Clemente.

“Olfateando” la infancia

Dicen que el sentido del olfato y del sabor son relevantes en la niñez. En esos años, cada hogar daba la bienvenida a los visitantes a través de los aromas. Los más típicos de las “onces” sureñas eran las esencias de naranja, limón, vainilla, manjar caliente y mermelada de moras, ingredientes claves de los queques y “brazos de reina”, que emergían  grandes y esponjosos desde los hornos de hierro. Detestaba, eso sí, el olor a mantequilla, queso y leche fresca. Me quería ir bien rápido de las casas que tenían ese “perfume”.  Ya de adulta sabría que era mi intolerancia a la lactosa. De niña, podía pasarme horas frente a una “asquerosa” taza de leche, pero corría detrás de los duraznos maduros, cerezas y las ensaladas de lechugas o tomates recién cosechados. Como es tradicional en las zonas de lluvia, era infaltable el olor a chancaca, zapallo, canela y clavo de olor de las sopaipillas y picarones. Cabe indicar que la presencia del zapallo denunciaba de inmediato la procedencia “nortina” de la dueña de casa, puesto que en el sur no se incluye en estas recetas. La llegada de la primavera nos sorprendía en el mercado de los pescadores, donde probábamos las cholgas, choros maltones y algas de ulte crudos, ligeramente aliñados con limón, cebollas y cilantro. Los niños más grandes comían también los picorocos, arrancados directo de las rocas y las lenguas de erizo con el correspondiente “bicho” interior. Los más chicos nos conformábamos con desenterrar los chanchitos de mar en la orilla, ponerles limón y… ¡a la boca! Mientras tanto, las mamás freían “toneladas” de pejerreyes, que eran muy abundantes entonces. En verano llegaban los primos de Santiago, quienes lloraban a gritos cuando mi papá los llevaba con nosotras al mercado y los hacía elegir entre probar los mariscos crudos o lanzarse del tablón alto de la piscina. En esas tardes de calor y tierra mojada, mis papilas gustativas se deleitaban con los helados de agua, naranja, frambuesa y piña. El regreso a clases significaba comprar caramelos en la Fuente de Soda que estaba en el camino a la escuela. Las golosinas esperaban en grandes frascos de boca ancha. Los de anís eran los más atractivos, por ser blancos, redondos y con florcitas pintadas en el centro. También habían otros de color y aroma a violetas, muy parecidos las pastillas “pololeo” que se vendían en paquetes cilíndricos y traían frases de amor. En ocasiones, preferíamos los “jamones”, que eran malvas cubiertas de chocolate o las clásicas “guagüitas” de sustancia. Cada cierto tiempo, partíamos en citroneta rumbo a Concepción. En el paseo podíamos elegir entre comprar un barquillo de helado en la plaza o ir a una cafetería a comer hot dogs. En la segunda opción yo siempre pedía el “especial” con mayonesa y mostaza. Me encantaba observar la garza de cerveza de mi papá. Para mí había algo mágico en su color dorado transparente, las burbujas y la espuma blanca.  Hasta ahora no he vuelto a sentir el mismo aroma de los vapores de la cerveza mezclados con el pan caliente, la mostaza y la mayonesa.

Cholgas y jaibas del Mercado de Lota. Fotografía de Pilar Clemente.
Cholgas y jaibas del Mercado de Lota. Fotografía de Pilar Clemente.

Tortas y otras delicias

Cuando mi papá murió y nos fuimos a Santiago, la cultura culinaria del hogar decayó profundamente. De partida, mi mamá salió a trabajar y dictaminó que las cocinas de gas propano eran pésimas para la repostería. De hecho, la única “exquisitez” que conservó fue la torta de piña, que había aprendido de su abuelita y que también hacían otras tías en la familia. Por eso, el sabor de ese bizcocho mojado en jugo de piña, decorado con frutillas y crema de chantilly, me recuerda de inmediato las celebraciones de los santos y cumpleaños familiares, más ahora, cuando la mayoría de aquellos tíos festejados ya se han ido. Esta austeridad gastronómica por economía, vanidad, falta de tiempo y un poquito de depresión, coincidió con la pérdida de mi agudo sentido del olfato y del sabor. Los años pasaron y mi mamá solo mantuvo la tradición del costillar de chancho al pebre que cocinaba para el “Dieciocho” y el pavo de Navidad o Año Nuevo. Lo mejor de ese pavo y las consiguientes sobras, era la canasta que armábamos la mañana siguiente para partir junto algunas amistades a pasar el día en la playa del Tabo. Mientras los ciudadanos dormían la “mona”, la playa quedaba libre, entera para nosotros. Bajo los quitasoles, los sándwiches de pavo con huevos duros, asumían un sabor inolvidable, mezclados con la sal marina que se quedaba prendida en nuestros labios después de nadar.

En la universidad, el pololo de mi hermana y que sería mi cuñado, introdujo en la casa los aperitivos con pisco sour y picoteos de aceitunas, salames, quesos, palmitos y champiñones. Por mi parte, durante el primer año de Periodismo, carrera que entonces se ubicaba el campus Pedagógico, a la Clarita y a mí nos dio un ataque adictivo por unos pasteles de chocolate crujiente, rellenos con manjar. Mi amiga, que era chileno-alemana de Puerto Varas no solo le gustaban los dulces, sino que también solía traer en su mochila un costurerito para emergencias. Nos fue muy útil cuando los botones de nuestros jeans comenzaron a saltar lejos y los cierres a romperse por el aumento de “kilitos”. Aunque nos pusimos a dieta, en realidad nos salvó el “traslado obligatorio” que el régimen militar hizo de las carreras humanistas del Pedagógico, coincidente con la nueva ley de universidades de 1981.

Cazuelas y vino. Fotografía de Pilar Clemente.
Cazuelas y vino. Fotografía de Pilar Clemente.

Celebraciones mineras

Mi fascinación por las Fiestas Patrias comenzó cuando me casé y me fui a vivir a Copiapó. Allí trabajé en la Empresa Nacional de Minería (Enami), donde se acostumbraba a organizar celebraciones apoteósicas, no solo para dicho evento,  sino que también para la Navidad, Año Nuevo y el Día del Minero. Como yo estaba en el área de las relaciones públicas, me tocaba participar en los preparativos y tenía que asistir en calidad de maestra de ceremonias.  Resuenan en mi mente los conjuntos folclóricos bajo los grandes pimientos del patio, los bailoteos, las humeantes parrillas plenas de longanizas, chunchules, papas, cebollas, anticuchos, chuletas, pollos y carnes de todo tipo. Los mineros nortinos, al igual que los del sur, eran exagerados. De esta forma, tengo asociadas las empanadas con los discursos, las banderas al viento con los galvanos de reconocimiento, la  invitación de las “fuerzas vivas” de la ciudad con los espectáculos colegiales, el aroma del azúcar tostada de los algodones con el  vino dulce “pajarete”. ¡Y hasta recuerdo el olor de las “bostas” de los caballos! Algo no muy romántico, pero imposible de evadir en la evocación. Estas memorias de desierto contrastan con el “archivo olfativo” del año en que trabajé en la isla de Chiloé, pródiga en olores a leña en combustión, mezclada con la viscosidad de la niebla y esos curantos  comunitarios, generosos en chapaleles, milcaos, cazuelas de choros y presas de cerdo, que tenían el valor de ser largamente conversados y digeridos con algún mate, como si el apuro no existiera.

La mesa dominical

¡Ay los sabores! Acude a mi mente una larga mesa en la terraza de mi hermana y su familia en Santiago. Es la costumbre dominical de reunirse y degustar asados, empanadas,  pequenes, ensaladas de apio, palta, tomates y choclos de Limache, las sandías jugosas de Paine, las risas de los niños, los adultos brindando con el borgoña de frutillas o el vinito blanco con chirimoyas. Luego, los años pasando y las ausencias que duelen. Fallecimientos, bodas, divorcios, niños que nacen, niños que crecen, que se van. Anuncio de buenas  noticias, anuncios tristes, enfermedades o mudanzas. Luego, la mesa vacía. Poco a poco, las delicias culinarias van quedando entre los tesoros de lo que alguna vez fue y las recetas perdidas. Hoy me destaco por mi cazuela de ave y porotos granados. Les pongo mucha albahaca, pimienta, ají verde y comino. Comerlos me hace regresar al legado de mi infancia. Compartirlos, me hace sentir que hablo un poco del país que he dejado atrás.

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