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Entro al bosque tenebroso y ahí está mi EGO sin espalda ni columna, mi gárgola de huesos frágiles. Ahí está mi vacuidad que clama por alimento para sanar el pozo profundo,

sin fondo,

donde llegan los lobos de la tierra a aullar.

Ahí está el infierno del deseo. Refugio lastimero de mi voracidad salvaje, ahogada, exiliada. Donde vive mi inescrupulosa desesperación por ser amada.

No sacia.

No escarmienta.

No ve que es infinitamente amada por la vida.

Ahí en medio de la espesura más espesa del bosque, me asaltan animales depredadores, carnívoros, gruñen entre los árboles y la noche y soy presa del terror.

Me froto los ojos y veo que todo es fruto del irrefrenable constructo de mi mente febril que convierte los trapos del camino en perros muertos entumecidos o delincuentes que avanzan en busca de mi cabeza.

Me miro en los ojos ajenos

En el sueño entro al sueño y me despojo de un cierto cinismo adquirido, dejo a un lado la herida de perra apaleada, hambrienta de todo, a la despojada, a la perseguida por sus fantasmas. Dejo y me saco a la que es presa de la sed permanente de conquista.

Entonces surge el mundo parido por leyes y estructuras que contemplan nuevas galaxias, agrupaciones de átomos, territorios donde se entremezcla el pasado y el futuro. Hay familias de osos, y tigres albinos, saltos en el tiempo, ondas solares, multiplicidad de realidades que conviven. Ahí me baño en mi estado de dulzura, me encuentro con mis ancestros, los más antiguos, con mi amiga Aleja y sus tambores, con mi inocencia antes de toda herida. En la mañana yo no lo aparto junto con la colcha, lo dejo arroparme y me llevo a la vigilante inocencia y me apretujo en su calor cuando me desespero.

 

 

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