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Salir a la ventana o a la puerta cada mañana, sin importar el clima, sin acicalamiento previo y abrigo, sea tormentoso o asoleado, frío o caluroso el día, y respirar hondo una vez o dos, pero no más, lenta y profundamente, imaginando ese recorrido del oxígeno por todos  los conductos de nuestro cuerpo, y como ello estimula la circulación de nuestra sangre y la hace más roja, brindándole energía a nuestro músculos -alquimia sorprendente- en un acto con el mentón hacia arriba e idealmente con los brazos semi abiertos, dándole libertad al frío, al calor, al viento o a su ausencia, permitiéndole el tacto a unas gotas de lluvia o al granizo, a un rayo de sol, centrando nuestros sentidos en los sonidos, en los aromas, en esas expresiones de la naturaleza que siempre las hay en medio de las propias de la ciudad; percibir como crecen el pecho y el estómago en el acto de respirar hasta el límite de su expansión, para luego dejarlos precipitar lentamente, sumergiéndonos y emergiendo con esa corriente constituida no sólo de oxígeno, sino de todas esas manifestaciones externas que nos hacen constatar que somos seres vivos, que somos parte de una red, que existimos, es una buena forma de echar a andar el día.

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Es un ejercicio originario, un extraerlo del olvido que conlleva la cotidianidad de los días, semanas, meses y años, un renacer cada mañana para salir y echarse a andar el día como criaturas saludables, un levantarnos y un saludarnos con nosotros y esos elementos intervinientes, muchos en apariencia externos, pero que en verdad nos arman, nos articulan, son, pero también nos hacen, somos con ellos.

Es tomarse sólo un momento para despertar consciente cuerpo y alma, el uno, y recordar que cada inspiración-expiración de nuestros pulmones, que cada diástole y sístole de nuestro corazón, significan un pequeño renacer.

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