Compartir

“This is the way the world ends,
not with a bang but a whimper” (T.S.Eliot)

Las pertenencias materiales han formado parte del modo en que muchas culturas muestran su status social a lo largo de la historia. Al principio, tener más vasijas que otro o un colchón mullido en lugar del campo abierto; después, una choza en lugar de una cueva, y luego una casa en lugar de aquella, y un palacio en lugar de una casa. Pero la vinculación de las antiguas comunidades con las divinidades estaba siempre presente y reservaban lo mejor en los altares a los dioses. Construían magníficos templos y los llenaban con joyas y devoción. Materializaban la gratitud, de algún modo. Pero a los dioses las riquezas materiales de nuestro mundo deben parecerles muy pobres. Finalmente, alguien decidió lucrar con esas riquezas, y el poder que le daban (porque a diferencia de los dioses, los seres humanos con vinculamos con los objetos cada vez más, muy lejos de una devoción ajena a nuestros propios intereses de imagen, estatus, y cada vez estamos más lejos del alma)

Desde la industrialización, cuando el culto al consumo promovió la producción en cadena, nuestra relación con el mundo material se fue transformando cada vez más en un modo de estar en el mundo. Y nos hicimos parte de una máquina devoradora que nos devora y devora y arroja, fruto de ese culto al consumo, toneladas de basura. Un vómito oscuro e insalubre que gana terreno en los suburbios de las grandes ciudades y sus defecaciones incontinentes. Ya no hay colon social que aguante.
Desde la mañana a la noche, compramos. Los productos nos envuelven. Se hacen necesarios. Sustitutos de lo esencial. Objetos que cada vez son más perecibles, para placeres cada vez más perentorios.

Echemos una mirada. Muebles, electrodomésticos, latas, botellas, contenedores de productos que usamos y desechamos. Objetos que viven con nosotros una temporada y son sustituidos por otros. Cientos, miles de objetos a lo largo de la historia. Y que mientras seguimos aquí consumiendo, ya no existen, muy probablemente ni siquiera hayan quedado en nuestra memoria. Cosas que tienen precio, pero poco valor, o solo el valor de hacernos sentir mejores, más importantes, más vistos, más reconocidos, más parecidos o diferentes, que nos dan identidad y pasan casi a ser constitutivos, como los celulares, la ropa, los accesorios. Objetos que nos trascienden y que nos hacen cada vez menos trascendentes.

El reconocido físico teórico Stephen Hawking dio a conocer abiertamente sus ideas acerca de los posibles escenarios que podrían dar fin a la civilización humana. De acuerdo con el científico británico, son tres las mayores amenazas al hombre: el hombre mismo, la inteligencia artificial, y la vida alienígena. Noto una redundancia.
La inteligencia artificial forma parte del hombre mismo. Somos nosotros, la humanidad la que las ha creado. Y las crea como un producto más de su narcisismo y necesidad de progreso material (civilizado). Una máquina que puede llegar a tener las capacidades suficientes para aniquilarnos. Moriríamos con nuestro propio remedio.
Somos los frankesteins de nuestro futuro. Amos y creadores de tecnologías que nos convierten en esclavos.

¿Y el alma? No nos llevaremos nada de este mundo y lo que debiéramos llevarnos -ese “conócete a ti mismo”- no lo buscamos al parecer, siquiera. O lo buscamos lejos, frío frío como agua del río.

Necesitamos poco para vivir. Necesitamos menos para vivir mejor. Hawking contribuye con una opinión científica al supuesto mito del Apocalipsis. Y no nos da más de 100 años…

¿Seguiremos acumulando basura hasta perdernos en ella? Bien nos mereceríamos una invasión extraterrestre…

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *