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                                                                  para Margarita Alario

 A las que no tienen una dueña no se les pasa por la cabeza lo que para una significa extraviarla de repente. En mi caso, cuando la mía está a punto de desaparecer, se produce como una corriente eléctrica que llega hasta mi pelaje desde las palmas de sus manos. Sé inmediatamente que algo le pasa a la pobre (de algo que me sirvan mis siete sentidos) pero prefiero hacerme la despistada, como que ninguna cosa me llama la atención. La dejo hacer las maletas a espaldas mías (aunque aquí exagero porque se trata nada más que de un bolso de mano o mochila cuando más). Después, pero no mucho después,  y por supuesto que a última hora, le llega el tic preferido, la neura imposible de posponer antes de desaparecer de un tirón. Como ya conozco esta parte de la ceremonia, mientras se arruina los ojos contra esa extraña caja de luz con la que se comunica tecleando furibundamente con los dedos, me acurruco a su lado.

Entre mi dueña y yo hay un lenguaje que entre las dos hemos venido fabricando poco a poco; una especie de código de pasos apagados o bruscos sobre el piso de madera de su guarida. Y a mí me basta mirarla a los ojos para saber que las dos pertenecemos a una misma condición felina, aunque yo me desplace en cuatro y mi dueña en dos patas. A veces me gustaría poderme comunicar con ella de otra manera que levantando y bajando la cola, o ronroneando al lado de una de sus mejillas, sólo para decirle que puede contar conmigo, pero supongo que no vale la pena, porque nuestro lenguaje (éste que hemos creado entre las dos, moldeado personalmente entre estas cuatro paredes) resulta más certero, menos ambiguo, que el lenguaje que usan mi dueña y los otros animales de su tamaño.

Claro, cuando mi dueña va a extraviarse, se pone un poco más tensa que de costumbre, y me pone más agua y comida en los dos platitos que hay en la cocina. En otras palabras, se delata sola. Y yo trato de ser comprensiva porque, después de todo, qué gata va a querer permanecer durante todo el año en la misma guarida. Yo, por ejemplo, en los períodos en que compartimos la suya juntas, no veo la hora de irme a explorar los árboles cercanos, desde donde, entre el secreto de la ramas, sin ser observada observo a las desprevenidas ardillas que se dejan caer por mi territorio. Por lo que cuando mi dueña comienza a desaparecer, a extraviarse, la dejo hacer y trato de llegar menos que de costumbre a restregarme contra sus piernas, conducta que ella agradece dejándome salir y entrar de su guarida con más frecuencia.

Entre mi dueña y yo hay una serie de pactos tácitos que nos permiten decir sin decirnos cuánto nos necesitamos una a la otra. Yo le tengo preparado el mejor de mis maullidos para cuando abra la puerta, y ella se deja querer sin grandes aspavientos, poniéndome una de sus mejores y relucientes sonrisas. Cuando me quedo mirando su cabellera negra revuelta, que se desparrama en todas direcciones por su cabeza, entiendo a mi dueña más cómplice, de alguna manera más gata de lo que ella misma tal vez sospecha. Aunque mi corto pelaje gris de ninguna manera se compare a la selva de carbón de su cabeza,  comprendo que por su pelo mi dueña se comunica en secreto conmigo; que entre las dos hay lazos que ya se tienden como sin querer y que obedecen a una intimidad que los otros animales de su tamaño ni siquiera sospechan. Y hay veces, en las noches cerradas de invierno, cuando la eterna nieve nos rodea a las dos, en que me parece de pronto que mi dueña es realmente la que ronronea y yo la que le hablo en un lenguaje extraño, lleno de malentendidos.

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Alguien comentó sobre “Gata adueñada

  1. Acerca de mi dueña puedo decir tanto…como que es tan trabajolica que a menudo siento que no existo para ella. Hago la prueba y me trepo sobre el teclado de su luz azul y escribo xswklmn a su humano invisible y me acaricia la cabeza distraída ; me encaramó sobre su hombro tenso y refriego mi nariz en su nuca sin resultado…me doy por vencido y me voy a su cama a esperar el momento en que agotada se extiende sobre las flores del cobertor porque sé que ahí sí,ahora llegara mi momento en que su mano sobre mi panza tibia anudara el lazo de mutua dependencia que nos une complices.

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