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Sabemos que hay un fin. Tenemos la certeza abstracta de una esquina lejana donde nos espera agazapada la muerte. Suena temible, pero también estamos llamados a ser testigos del postrer día de algún ser amado. Por ejemplo, la agonía de una larga enfermedad transforma cada minuto compartido en un tesoro. Distinto es cuando un accidente o un colapso biológico se lleva sorpresivamente a quien más queremos. La rutina cotidiana se detiene, mientras en el resto del mundo siguen pasando cosas. Afloran entonces, angustiosos cuestionamientos sobre las horas malgastadas, las palabras no dichas y los abrazos no dados. A esas sensaciones se refiere el título elegido por la escritora española Rosa Montero para ilustrar su particular biografía de Marie Curie “La ridícula idea de no volver a verte”. Es una de las frases empleadas por la célebre científica polaca-francesa en el breve diario de vida que ella dedicó a la memoria de su esposo Pierre Curie. Tres años después de recibir ambos el Premio Nobel de Física, el científico se resbaló en la lluvia y fue atropellado por un carruaje. Los caballos lograron esquivarlo, pero una de las ruedas le rompió el cráneo. Era el 19 de abril de 1906, un día que marcó para siempre el destino de Marie. Fue un largo año de luto, lágrimas, trabajo en el laboratorio y en el cuidado de sus dos pequeñas hijas Irene y Eve. La viudez es el tema central de Rosa Montero, pues un tumor cerebral se llevó a su esposo. Así, ella comparte con nosotros su propio duelo bajo el prisma del diario de vida de Marie Curie. Aunque hay casi cien años de diferencia, la similitud en la reacción de ambas mujeres hace pensar en lo que haríamos nosotros en la misma circunstancia. La científica y la escritora recorrieron los más mínimos objetos que pertenecieron a sus seres queridos. Todos construimos la vida rodeados de objetos. Si no comunicamos lo que para nosotros evocan, se convierten en inútiles testigos de lo que fuimos. Ellas, las viudas, buscaron en los objetos las respuestas a las preguntas que olvidaron hacer. Desmenuzaron fotografías, relojes, lápices, cucharas, corbatas, zapatos, cajitas… estrujando significados. Dudaron entre cuáles conservar, donar o botar a la basura. Aunque la razón lo niega, el corazón espera que el difunto regrese a la cotidianidad de sus objetos. Es el deseo de ver abrirse la puerta y decir: “¡Sabía que volverías! ¿Cómo te fue? Tengo tanto que contarte…”

El accidente de Pierre Curie. Grabado de la época
El accidente de Pierre Curie. Grabado de la época

Una luchadora enamorada

Marie Sklodowska fue una pionera. No era común que en 1890 una mujer manifestara tanto talento matemático. Polonia le quedó chica y decidió irse a Francia para estudiar en La Sorbone. Salir de Varsovia no le fue fácil.  Su familia tenía cultura, pero no dinero. Además, su madre y una de sus hermanas habían muerto. Así, todos esperaban que ella cuidara a su padre. Luchando contra el sentido de culpa, Marie se empleó durante algunos años como institutriz en una familia de alta posición. Tuvo la desgracia de enamorarse de uno de los hijos de la casa. Por supuesto, era un matemático. Los padres del galán le recordaron que las muchachas que “tenían” que ganarse la vida no estaban destinadas a la aristocracia. Al hijo matemático lo amenazaron con desheredarlo. El romance se evaporó. Humillada y con el corazón roto llegó a Paris, donde vivió en precarias condiciones hasta que conoció a Pierre Curie. De acuerdo a la biografía, el científico francés le facilitó la entrada a una academia dominada por varones. El tenía 35 años y ella 27. Una solterona para la época. Se puede decir que el laboratorio, la química y la radioactividad los enamoró. Muchas de sus investigaciones no eran todavía valoradas, así es que pasaron pellejerías y demasiadas noches sin dormir, obstinados en descifrar los secretos de su peligrosa alquimia. Estuvieron juntos durante once años. Gracias al Premio Nobel ya eran reconocidos y habían logrado la ansiada estabilidad económica para criar a sus hijas. Entonces, ocurrió la tragedia. En la intimidad de su diario, Marie se dedicó durante un año a dialogar con su difunto, a contarle sus avances, las travesuras de las hijas y por encima de todo, a rememorar una y otra vez los días previos al accidente. ¿Quién no ha caído en ese deseo tipo Proust, de volver el reloj atrás y evocar cada mínimo detalle de un ser que ya no está? El penúltimo día su vida, Pierre Curie se encontraba con toda su familia pasando unas vacaciones en Saint Remy, una hermosa zona rural cercana a París. Marie recuerda: “Estuvimos buscando flores y mirando algunas de ellas con Irene. Cogimos también aromos y ranúnculos de agua. Como te gustaban tanto, hicimos un gran ramo que la mañana siguiente te llevaste a Paris. Las flores todavía seguían vivas cuando tú ya te habías muerto”.

Marie Curie
Marie Curie

Vivir para re-vivir

Hay algo estremecedor en ese ramo de flores tan alegremente cortado. El ramo  acompañó a Pierre en su viaje en tren hasta París. El mismo las dispuso en un jarrón con agua antes de irse a dormir. A la mañana siguiente, trabajó en el laboratorio donde lo encontró su esposa, quién había salido temprano de Saint Remy para unírsele. Ella lo reemplazó y él se fue a una comida oficial con otros colegas. A la salida, la lluvia lo obligó a abrir su paraguas. El viento le hizo perder el equilibrio y se cayó a las vías.  Algunos biógrafos postulan que el científico ya estaba debilitado por la radiación, pues llevaba años sufriendo mareos y vómitos. Nadie sabía entonces de sus temibles efectos, por lo mismo, Marie moriría anémica y medio ciega a los 64 años. Ella se enteró de la noticia antes de verla publicada en los diarios. Después, el traslado del  cadáver desde el hospital a la casa, su espanto ante la terrible herida en la cabeza y la ropa manchada de sangre. En su diario consignó que la hicieron salir de la habitación para que otros parientes vistieran a Pierre. Buscó una débil luz en el  aspecto dormido de su esposo, las flores, el féretro, el velatorio, las ceremonias, las condolencias, los visitantes y el entierro. Sus energías sucumbieron frente al impertérrito jarro con los aromos y los ranúnculos de agua. Se erguían vitales, dorados, tersos, mientras Pierre se hundía bajo tierra. El ramo se fue deshojando. Cada pétalo perdido representaba para Marie un minuto menos de aquella hermosa tarde de campo. Cada hoja seca le recordaba que era una viuda.

Pierre y Marie Curie.
Pierre y Marie Curie.

Vuelta atrás  

El duelo de Marie Curie y el de Rosa Montero me hace recordar el fallecimiento de mi padre. Yo tenía ocho años y algo evoco de su última mañana. Lo veo cantando  zarzuelas frente al espejo del baño, siento el aroma de su loción de afeitar al darnos el beso de despedida a mi hermana y a mí. Lleva el casco en la mano, un suéter de lana verde oscura tejido por mi mamá y sus bototos de faena que crujen al bajar las escaleras del segundo piso. Afuera, el amanecer apenas despunta con suaves plumillas de nieve. Luego, nos levantamos y tomamos el bus que nos lleva al colegio en Los Andes. Es fácil imaginar lo que mi madre hizo esa mañana que iba a ser la última de su esposo. Debió haber planificado el almuerzo y la cena, hizo las camas, lavó la loza, fue a comprarnos algunos útiles escolares y tal vez aceptó el café de alguna vecina del campamento. Ya habíamos regresado cuando alguien golpeó la puerta. Eran unos hombres de casco blanco, los supervisores de la mina. Mi mamá se desmayó ante el brusco fin de sus once años de matrimonio. Llegaron los vecinos y unas tías de Santiago que se quedaron con nosotras, mientras mi mamá corría al hospital. No nos dejaron ir al entierro. No sé si fue una buena decisión, pues durante años creí escuchar el crujido de sus bototos anunciando su regreso.  Como mi mamá prefería no hablar del tema, otros familiares nos contaron del funeral, de los buses con mineros de Lota, de amigos por montones, de las cartas que llegaron de Barcelona, ciudad natal de mi papá. Lo del silencio es interesante, ya que Marie Curie prohibió a sus hijas hablar sobre Pierre durante largo tiempo. Según Rosa Montero fue una forma de protegerse ante la pena y lo inexplicable. Mi madre falleció veinte años después que mi papá, a la misma edad de Marie. Ella sufría enfisema pulmonar y la última tarde de su vida yo salí a trabajar y ella cocinó una cazuela de vacuno. No quiso comer esa noche. Luego, se sintió mal y falleció en mis brazos. La cazuela siguió en el refrigerador tres días después del funeral. Tenía dudas. Comerla era hacer desaparecer sus últimas huellas, pero tampoco deseaba que se avinagrara. Me la serví lentamente. Con ese acto simple y cotidiano estaba cerrando el capítulo tangible de una vida. Como dijo Rosa Montero: “Quizás la felicidad es minimalista, sencilla y desnuda. Es una casi nada que lo es todo. Como ese día campestre de los Curie, bajo el sol frente al valle”. Así de simple e inolvidable será el último día de nuestras vidas.

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3 Comentarios sobre “El último día de nuestras vidas

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