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Escribí desde que tengo memoria y soy buena para recordar. A los seis o siete años ya disfrutaba deslizar el lápiz por las hojas y contar cosas -todavía no sabía qué eran relatos, cuentos, epístolas o diarios íntimos- acerca de mi mundo interior o inmediato, que parecían no tener otro interlocutor que ese cuaderno con tapas coloridas y un cerrojo pequeño con candado y una llave que perdí enseguida. Eran palabras que no iban dirigidas a nadie más que a ese abstracto amigo secreto al que saludaba todos los días con un “Querido Diario” que silenciosamente registraba mis temores a la noche y a la oscuridad; mi rebeldía y mis razones, frente a la violencia o la injusticia, parece que precozmente; mis amores, también precoces.

Hicimos un largo viaje en barco en 1973, y mi madre nos regaló a cada uno un cuaderno, para una bitácora. Ninguno la completó en el trayecto, pero acaudalamos imágenes maravillosas. Yo ocupé el cuaderno como Diario, nuevamente, con ese enfoque intimista que usamos las mujeres desde muy pequeñas, especialmente las que fuimos hijas de las madres de esa generación.

La vida había tomado un rumbo intenso. Un destino desconocido, y la herida de dejar a la abuela en el puerto, sin lágrimas, pero con una tristeza tan grande como el horizonte en que un barco se perdía, sacudían nuestras infancias. Mi primera Odisea. Me dio una muñeca pequeñita, a modo de despedida, que hoy cabría en mi mano, con un vestido tejido a crochet por ella, y ese amor duró los cinco años que estuvimos fuera. Fue en la época del exilio, pero no éramos exiliados. Mi padre salió por motivos profesionales, y por algún llamado misterioso e inconsciente de los antepasados de esas tierras. Vivimos en Madrid y en el País Vasco y ahí quedó otra parte de mí. Entonces leía a Blest Gana: Martín Rivas. Más adelante integraría a Blest Gana como uno de los narradores más sobresalientes de nuestra literatura.

escritura 2
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Como premio a mi esfuerzo académico en octavo básico -que fue tan grande como la obra- mis padres me regalaron el primer tomo de la obra poesía completa de Neruda, con prólogo de Alonso, que leí una y otra vez antes de pasar a los textos del bate. El segundo tomo, me dijeron, cuando termines la enseñanza media. Pero fue una promesa incumplida, aunque Neruda se quedó en mí y el amor por los prólogos, desde entonces, y la ternura de mis padres, y la intención de premiar.

Quizás debieron pasar todos estos años para que yo buscara en mi memoria ese cuaderno, ya inexistente, encuadernado con corchetes, de tapas rojas, escolar, de 100 hojas, y decidiera que era preciso saldar la deuda con sus páginas. Las páginas de la vida, al fin. Y le debo a mi madre esa mirada a lo hondo, a lo lejano, a lo imperceptible que se regala en un cuaderno; y el desafío y la tarea de buscar más allá de un@ mism@.

En la adolescencia, la escritura fue un salvavidas. Mientras mis compañeras pololeaban yo intentaba desarrollar la técnica del soneto de Gabriela Mistral, traducía textos en francés y leía Filosofía, la medieval me cautivaba. Y escribía sobre esto y aquello, con otras voces que no eran la mía, como buscándome. Escogí estudios que tenían que ver con esa indagación. Periodismo y Literatura. Buscaba conocer el mecanismo de la escritura, descubrir las herramientas, las estrategias, las características en los estilos. Escribí ensayos y estudios que fueron a parar a los basureros de los profes después de calificados. En mis cuadernos, las voces eran confusas, había líneas erráticas, todo era expresionismo desatado. Laberinto. Oscuridad. Duda. No seguí ordenadamente el plan de estudios de ninguna carrera, pero escribí sobre todo lo que me asombraba, me invocaba, me exigía, como una especie de monje  y la vida era una enorme biblioteca, dirigida por un ciego, que reía algunas veces, con demasiada ironía. Fue en los 80′. Más allá de los muros de ese habitáculo extraño en que me refugiaba, había un país militarizado, obediente, obsecuente, necio. La escritura no tenía lugar, y yo escribía, con mayor razón escribía, y en mi cuaderno los trazos eran violentos, como gritos que se ahogaban al cerrar las tapas. Me titulé de literata y seguí por los rumbos de la literatura con una maestría en hispanoamericana, y por los del periodismo con un diploma. Y no alcanzaban las respuestas a todas las preguntas que surgían a cada paso. ¡Luz, más luz!, dicen que dijo Goethe, cuando moría.

Pero también estaba la esperanza, y a veces, las páginas me dejaban dibujar otros mundos posibles, que contravenían la lógica material del liberalismo (bandada de rapiñas venían a cubrir los cielos de la patria -entonces esa palabra tenía sentido) y anunciaban otras salidas, aunque estuvieran lejos. Y escribí también, sobre el compromiso y las causas.

escritura 3
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Precozmente, también, fui editora en el Diario La Época, sin haber caminado por los peldaños de la crónica. Volví al periodismo y el periodismo abrió puertas para otras escrituras.

Y escribí con convicción, a veces con rabia, para otros, mediatizando demandas y sospechas, inquietudes y derechos, aportes y sueños. Y las palabras eran como balas para una resistencia necesaria. Y descubrí el perdón.

Y luego, descubrí la paz, y las palabras mágicamente se fueron transformando en un fluir que desbarataba su lógica, su sentido unívoco, y algunas fueron esfumándose del diccionario cotidiano, o de la enciclopedia de las ideas adquiridas, y sobre los borrones nacieron, luminosamente, otros signos.

Y entonces nació la expansión. La comprensión de lo que es, más allá de un@ mism@. Todo lo abarcable que cabe en un respiro. Todas las palabras resumidas en un big bang. Silencio. Después, pulsión. Articulación. Configuración. Un texto con el que podemos dar vida, o matar.

He hecho un maravilloso viaje. Agradezco a quienes me han acompañado. A mis maravillosos hijos, con quienes trabé una extraordinaria relación de relatos. Desde el vientre, los acaricié con palabras. Los cuentos infantiles sumaban voz y ternura. Eran diálogos sorprendidos y sorprendentes. En sus preguntas los veía crecer, formarse, indagar. La costumbre de relatarnos los sueños, formaba parte de los desayunos matinales; los sueños hablaban también de nuestros caminos, nuestros temores, nuestros deseos y había que encontrar palabras para expresarlos. En los juegos de inventar y completar historias, en todos los buenos días y buenas noches, que expresaban gratitud y esperanza, siempre, estuvieron amorosamente las palabras.

Escribí, mientras viajaba, y en las pausas. En las interlíneas de otros textos. Y mis voces hicieron coro con otras y se sumaron al sentido  de otras escrituras, de otras indagaciones, de búsquedas que nos llevaban a un océano común y luminoso.

Ítaca está en el horizonte…

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2 Comentarios sobre “Intensidad y Sentido de La Escritura

  1. Gracias por compartir con exquisitez ese sagrado misterio que es la escritura. Tus palabras se llenan con imágenes de mi propia cosecha y me abrazan.

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