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Cada septiembre es un recorrido por casi todas las emociones. En Chile, durante estos días, pasamos del odio al amor, de la alegría a la tristeza, sin estados intermedios.

Este mes es siempre un conjunto vertiginoso de hechos, acontecimientos e hitos que nos marcan a fuego. Pocos chilenos escapan con un sentimiento de emoción en estos días.

Y ante estos hechos que nos abruman, emplazan y obligan a pensar y repensar el país, siempre volvemos a que significa ser chileno, al sentido último de nuestra identidad nacional.

¿Qué es ser chileno?

Yo no creo tener la respuesta. Sólo veo indicios.

Ser chileno pareciera ser una identidad  en permanente construcción, un nunca desfallecer frente al desafío. Con una naturaleza potente y un territorio hosco y duro, al habitante del país sólo le cabe una lucha infinita y tremenda por lograr desarrollar un entorno humano.

Recorrer la historia de Chile, sus ciudades y pueblos es siempre encontrarse con esfuerzos, ingenio, sacrificio, dolor, sobriedad y esperanza.

La construcción de cualquier obra ha exigido esfuerzos ingentes, frente a desafíos gigantes, que hemos resuelto casi siempre con fuerza e ingenio, pero también con muchos sacrificios, dolor y muerte.

Los momentos trascendentales de nuestra historia siempre terminan con muerte, martirio y sacrificio. Carrera, Rodríguez, Portales, Prat, Balmaceda, Schneider, Allende, Prats, Jara, Guzmán; todos ajusticiados, todos íconos de nuestra identidad.

Nos ha costado ser felices. Por eso somos discretos y taciturnos. Nos cuesta expresar nuestras emociones. Nuestras fiestas populares son más bien recatadas, privadas y silenciosas. No somos amigos del carnaval y la murga. La austeridad fue un valor de nuestras relaciones personales. Nunca nos ha gustado mucho la ostentación.

Alejados de todo, pero siempre viendo a lo lejos, nos cuesta aceptar lo diferente. Somos demasiado pocos para ser importantes a nivel internacional, pero creemos ser más de lo que realmente somos. Entre nosotros, nos parecemos demasiado.

Hablamos rápido y nos comemos las últimas sílabas. Elusivos, nos alejamos de la confrontación directa.

Pese a los avances de la globalización, el bombardeo uniformador de los medios de comunicación, la pérdida inexorable de las viejas tradiciones rurales por el avance de las ciudades, siguen persistiendo elementos de la identidad chilena, porfiadamente resistentes.

Los chilenos, rabiosamente, queremos mantener aquello que nos identifica, que nos permite señalarnos como miembros de una misma comunidad, de estar vinculados unos con otros de alguna forma.

Nos cuesta poder identificar claramente cuáles son esos elementos, más en épocas donde todo se cuestiona y se reescribe los rasgos distintivos de la sociedad que constituimos. Ante esa realidad frágil, en mutación, diluida, nos afirmamos a los signos exteriores. En los años recientes nunca he visto cantar con tanta emoción el himno nacional y sacar la bandera en los grandes eventos. Recorro Santiago y no falta edificio ni casa que luzca una bandera. Reconozco que me emociona ver septiembre lleno de banderas.

 

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