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Una dictadura es una red de dogma y muerte, una trama de control y poder distribuidos entre miles de pequeños verdugos con facultades para terminar o cambiar la vida de cualquier persona, para siempre. Legionarios del terror, el general iluminado y el carabinero raso, el empresario vengativo y el obrero exaltado, el agente de la central de informaciones y el vecino envidioso, el director del canal y el periodista trepador, el decano mediocre y el estudiante ambicioso, todos golpean y dictan en sus círculos sabedores de que toda rebeldía será castigada por la gran bota.

Cada noche opacos funcionarios del régimen se encargan de interrogar, detener, torturar, trasladar, acechar, ejecutar, amenazar, vigilar, denunciar, tirar al mar, enterrar, desaparecer. Los ciudadanos obligados a encerrarse en sus casas, sin mirar, sin escuchar. Si un auto se detiene frente a un edificio los moradores escudriñan entre las persianas temiendo lo peor, queriendo con fervor que no toquen a su puerta.

Los ideólogos censores orquestan decretos del deber ser y del no poder ser. Desde sus escritorios cierran escuelas, periódicos y radios, censuran la prensa, la televisión y los textos escolares, ordenan eliminar periodistas, profesores y estudiantes, terminan sindicatos y cooperativas, suspenden el canto, la poesía y el teatro. Sobre la trama del terror urden leyes, instituciones y constituciones.

Son cientos de miles a los que expulsan de sus trabajos, a los que les truncan sus carreras profesionales, a los que les cercenan sus vocaciones de artistas, a los que “exoneran” de las universidades y el servicio público. Millones obligados a hacer lo que se pueda para sobrevivir, el que ayer enseñaba aprende a vender en las micros, el que ayer tejía telas, a comer en la olla común, el que fabricaba televisores, a cavar con la pala, el que conversaba con sus nietos, a hablar lenguas extranjeras.

Se acaban las conversaciones y reuniones entre quienes piensan distinto, las familias se separan, se callan, se odian. Mientras unos imponen su orden a sangre y golpes, otros arriesgan hasta la vida por expresar su desacuerdo. Se instalan la desconfianza y la voz bajita, el mirar alrededor antes de hablar, el callar y el aguantar.

El 11 de septiembre no fue solo un día. A veces la brutalidad de los crímenes más horrorosos desfigura la profundidad y las múltiples maneras en que la opresión golpeó cotidianamente a millones de chilenos anónimos que no aparecen en las listas de héroes o villanos. Las puertas del infierno permanecieron abiertas mucho tiempo y todavía circulan sus ráfagas sofocantes.

Conversar, analizar y comprender qué fue y cómo esa larga dictadura nos determina como nación es parte del camino para superarla e imaginar una casa común donde puras brisas nos crucen también.

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5 Comentarios sobre “La vasta trama de dogma y muerte

  1. Fue un día que cambió las vidas de muchos, de todos. Reconstruir desde la tristeza, la crueldad, es difícil. Toma años, décadas. Quizás, la gran lección es estar siempre atentos a que la democracia no está garantizada y el día menos pensado, si los odios nos consumen, podemos regresar a la dictadura.

  2. Y no fue solo un día, se cuela en los sentires más íntimos, estando latente en muchas formas de convivir, de sentir, de pensar-hacer….aunque se calle o se diga pasó hace tanto, está presente en el hoy que hacemos y somos. Gracias Mauricio

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