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El miércoles 19 de octubre, la Alameda se llenó de personas vestidas de negro. Miles de mujeres. Mujeres diversas. Pero también muchos hombres, jóvenes y niños y niñas. El negro era por la pena y la rabia que sentimos por los femicidios que no cesan. Pero también estaban ahí todos los colores de la alegría de gente que se une para generar cambios. Esa avenida repleta tenía baile y ritmo de esperanza porque algo se está transformarndo. Sincronía, esto no ocurría sólo en Santiago, algo similar pasaba en otras calles de Chile, Argentina, Brazil, México y España.

Vivimos en un tiempo en que nos resultan inaceptables los dolores de las múltiples violencias. Pero tampoco ya nos son tolerables los abusos de poder, el consumismo infinito, la ceguera de los fanatismos, la codicia de los poderosos, los proyectos a costa de la naturaleza, las injusticias de los silenciados…

Queremos y quiero un mundo feliz. Un mundo en donde vivir en paz, amarse con libertad, aprender y enseñar permanentemente, trabajar con dignidad y en que gozar de la vida sea lo que prime. Un mundo en que los distintos modos de vivir estén amparados por todos, donde el cuidado de las personas sea el modo natural de convivencia y en dónde nuestra relación con la naturaleza sea armónica, porque siempre hemos sido parte de ese mismo todo.

Esto no es naif, hippie, ni idealista. Esta reflexión es concreta, profunda y política (para los que necesiten esa explicitación). Porque para lograr ese mundo feliz necesitamos de instituciones justas y eficientes, de participación ciudadana que se comprometa, de igualdad de oportunidades y derechos que lo sustenten. En otras palabras, de un proyecto de sociedad en que nadie se quede atrás.

De a poco, muy de a poco, las luchas históricas por los derechos están pasando a ser necesidad de muchos. De a poco, hemos vuelto a las comunidades y a colaborar en redes en búsqueda de sentidos comunes. De a poco, nos estamos dando tiempo para que más de un lado de nuestro ser también florezca. De a poco, hemos valorado nuestro presente como el confluir de historias previas a las que vinimos a aportar. De a poco, hemos experimentado que nuestra felicidad se da siempre junto a los otros y otras. De a poco, constatamos que al cambiar nosotros mismos contribuimos a mejorar el mundo.

No hay dicotomía, hay un espacio en que confluye lo micro y lo macro, el desarrollo individual con el proyecto colectivo, lo que soñamos y lo que hacemos, lo que vivos al interior de nuestras familias y lo que le pasa al mundo. Es en esos espacios de confluencia donde comenzamos a construir felicidad.

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