Todo el mundo parece tener una teoría sobre los autores del atentado al presidente del directorio de Codelco, Oscar Landerretche, y acerca de sus motivaciones. Mientras no lo resuelva la investigación policial y la decisión judicial, se puede decir cualquier cosas, y después también porque vivimos en una sociedad de las conspiraciones en la que todo es posible y todo es creíble cuando se quiere creer.
Lo que no debe importar es la autoría sino la motivación, y no se trata de cualquier argumento sino de la razón de fondo. La protección del planeta, la venganza de los pueblos indígenas, la ineficiencia de Codelco, el supuesto propósito de derogar la Ley Reservada del Cobre. Da lo mismo. La razón de fondo es que no se tolera que alguien piense o actúe distinto de lo que uno mismo sostiene.
Es la incapacidad de aceptar la diferencia, de ponerse en el lugar del otro y de comprender y reconocer sus propios motivos. Es el afán de descalificar primero verbalmente y luego de forma física hasta hacer desaparecer a quien nos cuestiona en nuestras creencias.
Desde la recuperación de la democracia nos hemos sumergido en una sociedad cada vez más hipócrita en la que se denuncia como vicio lo que uno mismo hace en privado, en que las faltas son exclusivas de los contendores políticos, religiosos, deportivos, culturales y nuestros amigos, los que tienen las mismas creencias, no tienen culpa de nada.
Hemos privilegiado la formación de trabajadores que no piensan porque el que parece ser el único objetivo es el desarrollo económico, a cualquier precio. No importan ni el cuidado del ambiente ni la dignidad de las personas, y ahora último hemos ido descubriendo que tampoco importa la ética.
Es fácil eludir los problemas mencionando otros. Efectivamente se habla de este atentado mil veces más que de los problemas con los mapuches, y de estos otras mil veces más que lo que sucede en Alepo, pero en lo esencial lo que importa es que somos nosotros mismos -porque la sociedad no nos es algo ajeno- los que producimos personas que creen tener la autoridad para eliminar al que les desagrada, sea judío, homosexual, capitalista, marxista o cualquier otro epíteto posible.
Hemos avanzado mucho como sociedad en la inclusión de las minorías, pero a fuerza de sancionar al que no los respeta. Los pasos siguientes son dos: Promover la aceptación de la mayoría, que es el principio básico de la democracia, y convencer de las razones para la aceptación de los demás, de modo que la integración y el respeto sean conductas naturales y no acatamientos forzados por temor a la cárcel, porque en definitiva cuando la obediencia es obligada genera explosiones de negación como ocurre cuando se niegan los derechos del otro.