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La seguidilla de personajes famosos fallecidos el año pasado llamó finalmente la atención sobre la tendencia de las personas a conmoverse por la muerte de personas que nunca conocieron directamente, mientras que al mismo tiempo otras grandes tragedias de la Humanidad no logran conmovernos de la misma manera.

La explicación es simple: No es la persona muerta la que nos apena sino el rol que ella desempeñó en nuestras vidas.  Pudo ser el cantante que acompañó un amor importante; una princesa galáctica que mostró otra pauta de conducta para las mujeres; un revolucionario que ilusionó con cambios sociales en todo el continente.

Cada cual valora de distinta forma al famoso fallecido, pero lo cierto es que el sentimiento de pesar es en base a lo que esa persona representaba: Es el símbolo el que desaparece, y con este se desvanece nuestra esperanza en que alguien podría venir a tocarnos con una varita mágica a cambiar nuestras vidas.  Al ponerlo así, es evidente que nuestra fe en la celebridad es absurda.  Nadie va a venir a sacarnos de nuestras angustias económicas o existenciales, y menos desde Hollywood, pero lo que importa es que para todos existe la necesidad de contar con alguna forma de esperanza.

La sola idea de pensar que tenemos que resolver nuestras necesidades por nosotros mismos es demoledora y representa una presión sobre nuestras capacidades que nos hace difícil desarrollar las capacidades para hacerlo, a pesar que sabemos que podemos hacerlo si nos esforzamos y nos unimos en torno a ese esfuerzo.

Sin embargo, el mismo proceso psicológico es el que desarrollamos a la hora de elegir a nuestras autoridades.   A fines de este año tendremos que elegir Presidente de la República, senadores, diputados, consejeros regionales e intendentes (ahora llamados gobernadores regionales).   A ninguno de ellos se le pedirá el currículo ni su programa de acción para evaluar si es realista o un conjunto de promesas más o menos tentadoras.  Lo que se elige es la cercanía, la empatía, la capacidad de asumir la simbolización de la respuesta a nuestras necesidades y temores.

Lo que se pide es un absurdo, tan ilógico como que la Princesa Leia nos venga a rescatar del lado oscuro de la Fuerza, pero sin embargo, lo creemos en lo más profundo de nuestra consciencia.  Y no sólo lo creemos: Lo necesitamos.  Es un mecanismo mental para sacar de nosotros la responsabilidad de resolver los asuntos que nos preocupan y entregársela a otros.  El problema es que cuando no hay ese otro, o el que prometió hacer milagros nos dice que los milagros no existen, entramos en un profundo estado de confusión y desilusión que nos lleva a cualquier lugar menos a hacernos cargo de nuestros asuntos.

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