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La reciente visita de Donald Trump a Asia y Europa reafirmó su imagen como un político no tradicional y prepotente, amparado en el poderío del país que preside, y salta de inmediato la comparación con otros líderes mundiales como el recién electo Primer Mandatario de Francia, Emmanuel Macron o el canadiense Justin Trudeau, ambos encarnaciones de un modelo más horizontal de hacer política que ha venido demostrando tener también potencia, además del propio Papa Francisco.

En un formato, la persona que ejerce el poder está consciente de su fuerza y la utiliza sin complejos ni culpas, sabiendo que nadie se le puede oponer y, por lo tanto, no tiene que actuar con remilgos.   En esa alternativa, las personas que votan admiran la fuerza y esperan que se utilice en contra de los otros, los que se desvían o atentan contra las necesidades del país y que, por supuesto, nunca son quienes lo eligieron.

En la otra modalidad, el que cumple la función de gobernante está permanentemente atento a demostrar que es igual a los gobernados, se preocupa de ellos, rechaza los privilegios, parece tener una mayor consciencia acerca de la dureza de la vida cotidiana de las personas que lo votaron y prefiere la negociación a la imposición.

Ambas alternativas parecen reflejar formas contrapuestas de ver la vida y la relación entre el poder y los ciudadanos, y define un conjunto de situaciones que definen la manera en que se organizan los países.

En el caso de Chile, se solía hablar del Presidente como un gran Padre que ejercía el mando sobre sus hijos y corregía con firmeza a los desobedientes e indisciplinados.   Ese modelo se cambió luego por el concepto de la Madre, que también manda en la familia pero lo hace con suavidad y comprensión hacia los hijos que necesitan cometer sus propios errores, sin seguir la experiencia de sus padres.

Es evidente que lo maduro sería avanzar hacia la independencia mental, política y cultural, de forma que a nadie se le tenga que estar diciendo cuáles son sus deberes y derechos, pero en la medida que impere el “dejar hacer” se va tomando distancia de una visión más nítida respecto de las responsabilidades que le caben a cada persona.   Lo vemos cada día en la cantidad de espacio que otorgan los medios de comunicación a dar consejos sobre los más variados asuntos de la vida por parte de expertos de los que no se conocen sus credenciales, y a quienes la gente está dispuesta a entregarle su suerte sin pasar primero por su propia opinión porque siempre es más fácil ser cordero que pastor, aunque se trate de uno mismo.

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