Compartir

Nací en 1966, en un pueblo del sur. Quienes me acunaron y me formaron desde niño están todos muertos. Mi padrino Amador, mi madrina Azize, mi tía la Ché Teresa, asesinada de manera brutal en Junín de Los Andes junto a su hermana, el Chico Chahuan el boxeador. Como les digo, todos están muertos. Cuando adolescente iba de vacaciones y salían los viejos a saludarme, pero no a mí. Me gritaban desde las veredas de sus negocios, “hola Feisal”, como si fuese mi padre. Me preguntaban de dolores, enfermedades, curaciones, remedios. Ellos habitaban su pasado. Yo me sorprendía hablando como médico. Me invitaban a almorzar o a comer, me decían doctor.

Pero yo no iba al pueblo para encontrar a mi padre, “hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor”[i]. Por lo mismo durante distintos años, volví una y otra vez. Entonces, al recorrer sin descanso las calles embarradas, comenzaron los paisanos muertos a salir de sus negocios derruidos o convertidos en edificios, y como ayer, volvían a gritarme “hola Feisal”. En uno de esos periplos infinitos, por la avenida principal salió a mi encuentro el padrino fumando su tiempo tras el mesón, junto a la madrina tomando bocanadas de aire para no morir. En el kiosco de la esquina las viejas revistas El Manque abarrotaban los cordeles húmedos, el anciano León me miraba jugando desde la portada del Monitor. Yo caminando un poco encorvado, y ay, con canas, me encontraba en cada sitio con fantasmas que me rodeaban, con mis primos muy jóvenes jugando Telefunken en la cocina tibia, mientras el chico Celso aún atlético saltaba arriba de las mesas, haciendo fintas, celebrando como un knock out, su efímero triunfo en las cartas.

En éste mi último viaje, he vuelto a tirar piedras planas que rebotan sobre el agua espejo del lago. Por la tarde ya de vuelta a casa, me senté en la sala del retrato implacable, frente al televisor, para mirar Titanes del Ring. Por la noche, me acosté aturdido en la cama mullida a leer el Súper Ratón bajo las mantas mapuche. Hoy desperté temprano, bajo el dintel de la puerta mi madrina apareció borrosa, sin contornos, con una bandeja con pan tibio y leche de gruesa nata diciéndome que llueve a cántaros, que no se puede ni siquiera caminar por las pozas de agua que lo cubren todo, que para qué me voy levantar, que hoy mejor no vaya al colegio.

Pedro Páramo
Pedro Páramo

[i] Pedro Páramo, Juan Rulfo.

Guardar

Guardar

Guardar

Compartir

Alguien comentó sobre “Todos están muertos

Responder a Francisca Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *