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El sol acaba de ocultarse tras los montes de la costa y las sombras comienzan  a envolver la ciudad cuando el hombre y la mujer salen de los arbustos,  atraviesan la calzada de piedras irregulares y por un muro destruido ingresan al galpón mientras el sonsonete de la metralla se vuelve más intenso a la distancia. Ellos, a la carrera trepan los escalones metálicos que conducen a la planta alta, a un cuarto estrecho franqueado de paneles enmugrecidos. Una vez allí el hombre se quita la chaqueta y la tiende en el suelo de cualquier manera en tanto la mujer se aproxima a la pequeña ventana y la cubre con un pañuelo de color azul.

Poco después, parados frente a frente y sin perder un segundo las bocas se buscan y empiezan a besarse. El espeso aliento de él contra la acesante respiración de ella. Los cuerpos entrelazados se deslizan al suelo, cediendo lugar a las manos, que primero asoman lentas y luego inquietas, van explorando con audacia tocando, apretando sumidas en una oscuridad que a cada segundo se vuelve más intensa. A lo lejos continúan oyéndose ráfagas de metralla. Pero ellos arrastrados por el fluir de las pulsaciones parecen no oír el estampido de las balas ni el estrépito de las granadas. Los labios se mueven para musitar palabras que no alcanzan a decirse, son apenas susurro o se detienen y caen borradas por una caricia profunda de la mano, un mordisco en el lóbulo y la marea que asciende de las regiones más intimas y emerge ronca a los labios entreabiertos. Las bocas se buscan feroces, ávidas y egoístas, como si temieran perderse para siempre la posibilidad de beber ese líquido profundo, misterioso y esencial. Los cuerpos se apegan. Arden. La sed aumenta. Mientras cerca, en algún lugar que acaso sea la misma esquina y bajo un cielo sin estrellas muy pronto comenzarán a fusilar.

El viento arrastra hojas anunciando lluvia cuando un puño de él golpea deliberadamente despacio un seno de ella al tiempo que las piernas se enredan a las piernas, dando lugar a una percusión que a cada segundo se torna más intensa.

La boca de ella repite despacio.

– Poquito más… sólo un poquito…

Las gotas de la lluvia caen veloces sobre el tejado de zinc

Más allá del galpón y de los muros la lluvia es apenas un silbido golpeando sobre el pasto, un murmullo áspero deslizándose entre las piedras. Las gotas de lluvia azotan incesantes y atrevidas los rostros desencajados en la distancia. Durante un rato sólo se escucha un vehemente, esquivo y abrumador golpetear de aguas sobre las calles de la ciudad. La lluvia rebota sin cesar sobre las baldosas de las terrazas, en los jardines y encima del pavimento donde los cuerpos amontonados esperan insepultos.

El hombre y la mujer amparados en la oscuridad del galpón, parecen olvidar el temor y se entregan al hormigueo que les recorre los cuerpos y los redime y los somete a una serie de quejidos confusos. Se puede oír el sonido de las respiraciones dilatándose, frenéticas, casi furiosas, en un bombeo loco que de golpe se resquebraja y se torna entrecortado y va cediendo de a poco hasta fundirse con los otros sonidos de la noche. La boca del hombre se ha detenido encima de un pezón morado y tierno como una uva, la lengua sale veloz, casi lo roza. El pezón se endurece y la lengua lo empuja hasta una zona donde acaso queda fuera del alcance de las balas y lo humedece, lo siente crecer y emanciparse por encima del odio que asedia la ciudad. Más tarde la boca sube a los párpados cerrados y cubiertos de sudor, los besa, los toca apenas, la lengua reptil. No hay tiempo que perder, el tiempo se acaba, huye. La boca que corre sobre la piel como una manada hambrienta, ávida de poros dilatados, succionando hondas y tibias palpitaciones de vientre.

En la penumbra crece imparable un gemido, viene de muy adentro y se abre paso a golpes y dentelladas. Desde la calle llega nítido como un eco lejano, el retumbar parejo de las descargas de fusilería, mientras los cuerpos se tensan y las manos abiertas se extienden y buscan. No se puede saber si el lamento viene de adentro o de afuera, si nace en lo más recóndito de los cuerpos o si viene de la ciudad donde nuevas detonaciones llenan el aire.

Una explosión hace vibrar el piso.

Ellos yacen de espaldas, elementales y cansados, mirando la techumbre apenas iluminada por un resplandor violeta. A través del rumor del aguacero se filtra in-confundible el sonido de las ráfagas. El combate arrecia. Sucede en la misma esquina o en la cuadra siguiente. Pero la esquina queda demasiado lejos. Aquí en cambio basta con estirar la mano y acariciar el muslo suave, tembloroso de placer.

Entonces giran sobre si mismos, dan media vuelta y se enfrentan, cara a cara, se pasan las lenguas por encima de los hombros, de los rasguños, con la misma preocupación sin destino, con el mismo temor apagado de ratas en sus madrigueras, intentando fundirse y ser apenas una sombra más en la oscuridad.

En alguna parte un explosivo certero hace añicos el circuito de energía eléctrica.

Ella con voz apagada pide -Un poquito más…

Y él repite -Sí, sólo un poquito.

Desde muy cerca y alzándose por encima del murmullo del aguacero, llega inconfundible el eco de las descargas de fusilería.

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6 Comentarios sobre “E l E c o

  1. Las balas y la lluvia sólo son un concierto de fondo que acompañan un tórrido romance. El telón de fondo es ficticio y lo que sobresale es el acto erótico, lo que corresponde al hombre y mujer: el deseo incontenible de poseerse uno al otro; el “toma y daca” por reciprocidad intima de los sexos. Aquí no huelo a guerra ni muerte ni miedo, y, mucho menos, a pólvora o tierra mojada sea por lluvia ó sea por fuego; huele a cuerpos mojados de pasión, sexo y desenfreno. Me gustó la combinación: entre las balas y la lluvia el sexo.

  2. El verdadero arte de tu cuento, querido amigo, es la tensión. Desde el inicio al punto aparte estuve tenso, ansioso, vibrando el gozo y el miedo.
    Gracias amigo

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