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No es primera vez que vengo a hablar acá sobre el concepto de que el arte es político, como lo hice en una anterior columna, afirmando, no sin cierto hálito de superioridad moral – lo reconozco – que “el artista debe abandonar toda pretensión burguesa. (…) El artista lo debe abandonar a través del cuestionamiento de los paradigmas, a través de la construcción de nuevos planteamientos estéticos, destruyendo la belleza, reinventando la fealdad. El artista entonces debe ser un provocador, un rebelde, pero renunciando a toda iniciativa iluminista”. 

Pues bien, en esta ocasión profundizaré sobre la necesidad de hablar que la escritura es un acto manifiesto de voluntad política. No sostendríamos que la literatura posee un funcionalismo político – o no exclusivamente, al menos – sino que no es autónoma ya que está sujeta o como dispositivo de poder o como denunciante de ese poder, por tanto, la literatura está enmarcada de ideología. Esto va en la línea de lo que afirma Eagleton en cuanto “Las obras literarias no surgen de una inspiración misteriosa, ni se explican en simplemente en términos de psicología del autor. Son formas de percepción, modos particulares de ver el mundo, que se relacionan con esa visión dominante que constituye la “mentalidad social” o la ideología de una época.” (Eagleton 1976: 41)

El código lingüístico otorga una posición central en cuanto a la contemplación del objeto literario; este establece obras, épocas, autores de influencia, paisajes y lugares, asuntos, teorías y un largo etc. Es decir, el creador sistematiza su hecho literario, no sólo como creación estética o de una estética determinada, sino en relación a su contexto. Y vamos más allá de nombrarlo como “contexto”, sino que el objeto literario y el discurso literario, están “historiados”, y se circunscribe dentro de un proceso de “fenómeno histórico”. Por tanto, que el discurso literario es un discurso histórico ya que se produce en un momento determinado, en el cual se transmite ideología y discursividad política, y además, se puede transmitir a la posteridad, lo que lo hace un dispositivo político fundamental.

Por consiguiente, vamos estableciendo las relaciones entre el contexto histórico y las prácticas discursivas que el escritor va traduciendo en su objeto literario. Aunque Octavio Paz, defendió siempre la autonomía del artista, reconoce que “uno es el arte que se inspira en las creencias e ideales de una sociedad; otro, el arte sometido a las reglas de un poder tiránico. (…) El poder político puede canalizar, utilizar y – en ciertos casos – impulsar una corriente artística. Jamás puede crearla. Y más: en general su influencia resulta, a la larga, esterilizadora. El arte se nutre del lenguaje social. Ese lenguaje es, asimismo y sobre todo, una visión del mundo.” (Paz 1972: 287, 288) Esa visión del mundo, es en otras palabras, la historicidad del discurso literario. Emerge, de esa manera un objeto literario que queda sujeto a las manifestaciones del poder, la realidad del mundo y el lenguaje social.

Por consiguiente, como la ideología es un método estructurante de las violencias de las clases opresoras, mimética en su lenguaje y sus códigos, por tanto configuradora del poder; es que nace la necesidad de que la escritura, el objeto literario, sea un manifiesto político de rebeldía ante la ideología opresora. Estos objetos literarios que se construyen, como dice Foucault en “El Pensamiento del Afuera” – parafraseándolo – es que el lenguaje tiene una soberanía libertaria en las palabras que nacen de quien escribe, un derramamiento bruto, “pura exterioridad desplegada”.

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