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De tanto descansar los ojos en esas piernas, el poema del joven Miguel Hernández se fue escribiendo solo en las servilletas del café en que solían encontrarse:

…”Delia, con tu cintura hecha para el anillo
con los tallos de hinojo más apuestos,
Delia, la de la pierna edificada con liebres perseguidas”…

Era 1934 o 35 y Madrid era una fiesta. Miguel llegó allí con 20 años, a inicios  de esa década, desde el pequeño pueblo de Orihuela. Poco después,  se convertiría  en uno de los deslumbrados por la espigada rubia de acento extraño y voz seductora, que parecía no ver nada ni a nadie, ensimismada en las tareas  del Partido Comunista, a las que sumaba otras, que se auto imponía, buscando acelerar la revolución siempre urgente.

“No encontraréis  a Delia -anotaba el poeta- sino muy repartida
como el pan de los pobres,
detrás de una ventana besable: su sonrisa,
queriendo apaciguar la cólera del fuego,
domar el alma rústica de la herradura y el pedernal.

Ahí estás respirando plumas como los nidos
y ofreciendo unos dedos de afectuosa lana”.

Delia del Carril Iraeta bordeaba la cincuentena cuando llegó a España. Desmentían  sus años una figura perfecta, cabellos color miel, inmensos ojos verdes, modales que delataban su clase y una rara ternura que mezclaba con humor y sencillez, haciéndose  a la vez distante y camarada de todos. “La Monja Roja” le decían algunos.

Natacha Mazzitelli, 2015
En nuestra Portada: Delia del Carril, de la artista plástica  argentina Natacha Mazzitelli, Madrid, 2015

Nació en 1884 en la estancia de Polvaredas, hija de uno de los herederos de tierras que, sumadas, tenían la extensión de un pequeño y fértil país, enclavado en la próspera Argentina del siglo XIX.

Dieciocho hijos engendraron  los  Del Carril Iraeta y trece de ellos sobrevivieron. Delia, la quinta hermana,  con su disgusto por los encajes y miriñaques de las niñitas,  preguntas insólitas y ocurrencias interminables, era fuente de angustias para Julia, su madre, casada a los 14 años con Víctor, un padre cómplice de esta hija inquieta, que le enseñó a amar los caballos y a entenderse con ellos mejor que con las personas. Galopando su infancia por la pampa, amó la fuerza e inteligencia de esos animales y la lealtad que regalan cuando alguien les gusta. El impetu de esas imágenes llegó a sus telas cuando, ya anciana, volvieron sus caballos desde la memoria, inmensos, dulces y poderosos, para rescatarla del recuerdo del único hombre que amó. Refugiada en ellos  inició una carrera de grabadora y pintora que definió desde su convicción más vital:

-“Todo debe ser demasiado: Los negros más negros, los blancos más blancos, las actitudes humanas más definidas”.

PARÍS SE VOLVIÓ UN TANGO
Estaba a punto de cumplir  los 15  cuando Víctor del Carril, su padre, se suicidó.
Agobiada, Julia Iraeta  partió a Francia en un barco fletado para la familia, personal de servicio, vacas, gallinas y un invernadero de hortalizas y frutales “porque a los niños no les podían faltar huevos, leche y frutos frescos”. Ya en Europa, sus doce hermanos se dispersaron por caros colegios e internados y Delia completó su educación en París y Madrid.
Nada faltó a la adolescente cuya voz, según los maestros de música, rendiría a sus pies a los devotos de la ópera. Pero… por esos días ella prefirió el arte, e inició estudios de pintura. Pretendientes fascinados le ofrecían mil futuros. Pero Delia no quería casarse. Cuando superó la treintena,  su madre se exasperó pues  el deshonroso mote de “solterona”  recaía sobre ella. Entonces, un día imprevisible, la díscola se casó en Mendoza con Adán Diehl, un argentino de 28 años (cuatro menos que ella). Eran bellos, ricos y diletantes. Juntos partieron a recorrer el mundo, seguidos por  el suspiro de alivio que recorrió las habitaciones de mamá.

Delia y Adan a sepia

Delia del Carril y Adan Diehl. Diciembre de 1916. Fuente: Fundación Delia del Carril

“UN PERSONAJE NECESARIO”
Cuatro años después volvió a Argentina, para refugiarse en la hacienda familiar mientras terminaban sus trámites de divorcio. Pasaba los días con ropa de montar y en los  en los establos. Aparentemente contó a los caballos sobre la bailarina española con la cual sorprendió a su marido, según crónica de Enrique Lafourcade. La escritora Virginia Vidal cuenta que las dificultades del matrimonio alejaron a Delia de  la pintura y la sumieron en una gran depresión, agobiada por el vacío de una vida que le parecía frívola y sin propósito.
De pronto, como siempre sin explicaciones, partió a Buenos Aires y se enamoró del tango y la bohemia. Compartió mesa, vino y noches interminables con personajes como Jorge Luis Borges o María Luisa Bombal y con comunistas o anarquistas que debatían  la inminente revolución que cambiaría al mundo, a los cuales no se cansaba de interrogar.
Según Fernando Sáez, otro de sus  biógrafos, se convirtió en: “Un personaje necesario, animadora, con un cerebro privilegiado para la improvisación, interesada en todo, con una curiosa manera de asociar muchas ideas y formar un discurso atractivo, que ella misma terminaba por echar a la broma, para que no fueran a tomarla en serio”, .
Un día de 1929, simplemente dio por terminada la fiesta y volvió a París, donde retomó las clases de  pintura.

LA CANCIÓN DE GARCÍA LORCA
Como estudiante conoció a Picasso, a los principales artistas e intelectuales de su tiempo y se reencontró con Antoine de Saint Exupery. Comenzó a leer marxismo y, en 1932, se afilió al Partido Comunista francés e inscribió como pintora en la Asociación de Artistas Revolucionarios.
Cuando estas noticias llegaron a Buenos Aires, estalló el escándalo familiar. Delia aceptó el quiebre como consecuencia de una decisión inclaudicable. Dos años después partió a Madrid, para sumarse al empeño de los republicanos por consolidar la Segunda República, en cuya defensa estallaría, el 17 de julio de 1936, la Guerra Civil Española.
Aparentemente, la militancia aportó a su incesante ir y venir el sentido vital tan buscado.
Su  despliegue de energía   asombraba: organizó marchas, congresos, colectas para los camaradas en desgracia. Buscó becas para los compañeros artistas con más talento que dinero; promovió charlas, exposiciones, encuentros. Recorría incansable un Madrid ya cruzado por vientos de guerra civil. “La Hormiguita” la bautizaron. Y Delia  convirtió el sobrenombre en su  nueva identidad, tal vez valorando en él un reconocimiento ganado con su propio esfuerzo. Jóvenes como Federico García Lorca, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Luis Buñuel  y la bella mujer madura que  ya era La Hormiguita, terminaban su ronda noctámbula cantando entre risas  una canción con letra de Federico García Lorca, cuyo estribillo decía: 

“Anda, jaleo, jaleo / Ya terminó el alboroto y ha empeza’o el tiroteo / y ha empeza’o el tiroteo”

“ENTONCES, ÉL COLOCÓ SU MANO EN MI HOMBRO”…
El poeta Rafael Alberti la recordó para siempre  como era en esos tiempos:

“Delia en los días más felices de España
Delia en los tristes y claros de la guerra
Delia tocada siempre de la gracia,
Delia, tan bella siempre”..

Así la conoció Neruda, en el esplendor de sus 51 años. El cónsul chileno y poeta, por entonces estaba casado con la holandesa María Antonieta Haagenar y era padre de Malva Marina, que sería su única hija y murió víctima de la hidrocefalia.

La Hormiguita relató así el encuentro a una amiga:
-“Un día en el Café de Correos nos presentan (…)Caminó hacia mí, me miró. Entonces, él colocó su mano en mi hombro y nunca más la sacó de allí”.
Parecían la antítesis uno del otro. Ella distinguida y carismática. Él tímido, algo calvo, poeta sin fama ni modales para ambientes refinados.  Lo cierto es que, tras un tórrido romance clandestino y cuando ya la guerra civil comenzaba, La Hormiguita partió a Barcelona, demasiado enamorada de Neruda para que aquello siguiera como aventura y decidida a no ser parte de la traición a otra mujer.

Hasta allí la siguió una carta:
“Hormiguita adorada: (…)Dejé a Maruca. La situación está arreglada con su ida… Estoy en un hotel muy viejo frente al viejo puerto, miro cada mañana los veleros. Qué bien estaríamos juntos!… Me he cortado las uñas por primera vez solo … !”.

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Pablo Neruda y Delia del Carril en Madrid. Fuente: Memoria Chilena

Se casaron en México cuando él tenía 39 y ella 59 años, aunque ante el oficial de registro civil declaró 45. La militancia, el refinamiento y las redes de contactos llegaron a la vida de Neruda de su mano. Fue amante apasionada y correctora implacable de su obra. Le decía Pablito y lo convirtió en el centro de su vida. En torno a él reunió los deberes de la militancia y los placeres del amor. Finalmente, La Hormiguita parecía haber encontrado su lugar en el mundo.

…”TERMINÓ EL ALBOROTO Y HA EMPEZA’O EL TIROTEO”…                                La guerra civil arrasó España como nadie nunca imaginó. Cómplices en lo político, La Hormiguita y Neruda rescataron a 3.000 republicanos y sus familias en el Winnipeg, un barco carguero que les salvó la vida y regaló a Chile una poderosa generación de artistas, empresarios e intelectuales.

En “Memorial de Isla Negra” Neruda escribió sobre esos terribles días, en “Delia” uno de sus pocos poemas dedicado a La Hormiguita y hoy musicalizado por Manuel García:

…”Ya vienen 
por la puerta 
de Madrid 
los moros, 
entra Franco en su carro de esqueletos, 
nuestros amigos 
muertos, desterrados. 

Delia, entre tantas hojas 
del árbol de la vida, 
tu presencia 
en el fuego, 
tu virtud 
de rocío: 
en el viento iracundo 
una paloma”.

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Delia y Neruda en la clandestinidad. Fuente: Fundación Delia del Carril

Compañeros entrañables, cuenta sobre ellos Lavinia Andrade, amiga de la pareja:

“Parecían muy felices. (…) Acario Cotapos (…) decía  que la mejor manera de morir de hambre era someterse a la cocina de Delia. La verdad es que ella no tenía idea de cocina, no sabía siquiera qué había de comer cuando venían los amigos. Pero tenía el don de la más desbordante cordialidad. Parecía que nunca se aburría y que disfrutaba con cada ser humano que trataba”.

Compartieron el trabajo literario, la lucha antifacista durante la Segunda Guerra Mundial, los amigos (agasajarlos era casi una religión para ambos), los viajes,  la persecución política que los obligó a huir clandestinamente a Argentina, perseguidos en Chile por  el presidente radical Gabriel González Videla. Y acompañaron dos de las tres campañas presidenciales de Salvador Allende. La Hormiguita compró la casa de Isla Negra en 30 mil pesos  de 1938 y mientras Neruda comenzaba a escribir  el “Canto General”, fue allí la anfitriona hasta  1940, cuando a Pablo lo designaron Cónsul en México. La fama mundial  alcanzó al poeta en plena madurez y los encontró unidos, consolidando  cada logro.

Quienes la conocieron dicen que, sumida en  ese vértigo, Delia no se vio envejecer. Ni comprendió cómo la diferencia de edad la iba separando del poeta. Y despistada como era, no supo escuchar las advertencias de algunas amigas.

En 1949 estaban en México, en el  Congreso Latinoamericano de Partidarios de la Paz y Pablo, para entonces de 46 años, enfermó de tromboflebitis. Una cantante chilena, chillaneja, que lo conoció en Santiago años antes, ofreció cuidarlo.  La Hormiguita agradeció su apoyo.

Esa cantante se llamaba Matilde Urrutia y tenía entonces 37 años.

EL NOMBRE INOMBRABLE

Cuando comprendió que Matilde Urrutia ocupaba su lugar, no aceptó  excusas y le pareció  un feroz insulto  la oferta de  Neruda de seguir casados. “Esto  se me va a pasar. -le dijo- Es sólo una amante Hormiguita. Dame tiempo”. Así cuentan, quienes los conocieron, que él  le rogaba.

Ella informó al Partido la traición de su compañero, terminó el matrimonio y nunca más volvió a pronunciar en público el nombre del poeta, obligación que se auto impusieron los amigos mutuos en su presencia, consternados por su dolor y  divididos entre quienes siguieron leales a La Hormiguita y quienes optaron por Neruda y Matilde, sabiendo que con Delia no cabían medias tintas.

Tras el rompimiento se refugió primero en Paris y luego en Buenos Aires, retomando en ambos lugares sus estudios de pintura. A los 70 años volvió a Chile y se incorporó al taller de Nemesio Antúnez, para aprender la técnica del grabado. Uno a uno fueron naciendo  sus  enormes caballos que, desde los negros más negros y los blancos más puros,  llegaron a rescatarla de la tristeza.
Sus obras gigantescas poblaron el enorme comedor de la casa quinta ubicada en la calle Lynch Norte 164, de la  comuna de La Reina (Santiago de Chile) que Neruda llamó Michoacán y hasta hoy se conoce como Villa Michita.

Delia invirtió allí  los últimos rastros de su fortuna en 1942,  cuando aún proyectaba envejecer con Pablito, rodeados de  los amigos que entraban, salían o se quedaban en la que fue casa del administrador del Fundo Los Guindos, donde siempre había para todos  un puesto en la enorme mesa. La misma que  terminó arrinconada  cuando Delia del Carril convirtió el comedor en su taller. Allí, y en menos de diez años, construyó su propio lugar en el mundo de los artistas plásticos más destacados de su tiempo.

Delia en s taller

Delia del Carril, Villa Michita. Fuente: Fundación Delia del Carril

LOS AMIGOS Y LA ROSITA

En Septiembre de 1971, poco antes de inaugurar una exposición en Buenos Aires, el poeta Rafael Alberti le hizo llegar una presentación para el catálogo de la muestra:

 “Delia en los días más felices de España, / Delia en los tristes y claros de la guerra, / Delia tocada siempre de la gracia, Delia tan bella siempre, / esbelta Delia y flor de único tallo siempre indoblegable. / Delia ayer. / Delia hoy / en nuestro corazón ante el asombro / del viento juvenil de tus caballos / que te levantan, Delia, oh Delia, a cumbres, / llevados por el soplo / de tu segura mano arrebatada”.                                 
Se hizo pobre sin saberlo, pues nunca faltaron condumios abundantes y un buen vino para conversar la noche.  Los comensales los traían ahora, abastecían su despensa y pagaban sus cuentas, muchas veces cumpliendo encargos de Neruda, que veló por ella hasta morir, tarea que luego continuó Matilde, a quien Delia sobrevivió largamente.

Rosa Callejas (La Rosita)  empezó trabajando para Pablo y la Hormiguita cuando se instalaron en la enorme quinta de 5000 metros, en sus mejores tiempos plantada de frutales y cada verano con el inmenso parrón cargado de uvas. Al fondo del parque un escenario y a un costado habitaciones, que en los días prósperos  estuvieron disponibles para amigos en desgracia. Y en los años de pobreza fueron arrendadas “siempre y cuando los amigos tengan cómo pagar” , insistía  La Hormiguita.

Rosita  acompañó a Delia del Carril hasta su último día y  siguió a cargo de la Villa tras su partida.

La conocí  cuando terminaban los ’90 y los amigos inefables planeaban rescatar  la casona abandonada, que convirtieron en sede de la Fundación Delia Del Carril. Mientras recorríamos aquella  casa ya sin  dueños y con el enorme parque descuidado, como estuvo en los últimos años de La Hormiguita,   esta periodista encontró un cuadro de muy pequeño formato, en el que un gallo en blanco y negro canta poderoso. Colgaba tras la puerta de una despensa y Rosita confidenció: “Este lo pintó cuando estaban juntos. Es que al caballero no le gustaba mucho que ella pintara”.

Delia del Carril murió el 24 de julio de1989, a los 104 años. La acompañaba   Rosita, quien contó que hasta último momento ella preguntaba, una y otra vez:
“¿Llegó ya Pablito?… ¡Siempre viene tarde este hombre! Siempre lo tengo que esperar”.

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Delia del Carril, Quinta de Michoacán. Fuente: Fundación Delia del Carril

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6 Comentarios sobre “Delia: La de los sueños desbocados.

  1. Un relato profundo, una mujer que vivió intensamente dolores, desengaños y se encontró a si misma como una de las grandes del arte. Gracias por la historia.

  2. Yo creo que ni tanto ni tampoco querida Milly. Ella vió y potenció y creyó en un talento que tenía dueño. Neruda fue y será un inmenso poeta y, probáblemente, no fue un gran ser humano. El abandono de su hija, me parece, retrata un nivel de egoísmo que cuesta aceptar en quien pudo definir el amor y la humanidad con tanta belleza. Ahora… de su encuentro con Delia me quedo, sobre todo, con la capacidad de ella de buscar sin saber mucho qué, hasta encontrar y construir sentidos profundos que muchas en su lugar probablemente no habrían explorado con tanta pasión, perseverancia y compromiso. “Debe haber sido un alma antigua” me dijo una amiga mapuche cuando le conté sobre Delia, mientras caminábamos por la calle en que está la vieja casa de Neftalí, durante mis días temucanos. Yo pienso que sí. Y me asombro cada vez que vuelvo a mirar su vida. Y me encanto en esa desmesura suya a la que Delia nunca le temió.

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