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Se viene hablando mucho de ética en el último tiempo, especialmente aplicada al campo de la actividad política, lo que resulta comprensible considerando que una de las principales demandas ciudadanas se refiere a la corrupción de quienes ejercen cargos de elección popular y de quienes son designados por quienes han sido elegidos.

El único resultado concreto hasta ahora es la no inclusión de una sola persona en la lista de candidatos de un partido, a raíz de un hecho de violencia intrafamiliar tan antiguo que ocurrió antes que estuviera sancionado por ley.  De los demás casos no hay pronunciamiento.  Nada se dice de los que vendieron el voto o cobraron por gestiones, de los que han realizado actos de abuso sexual,  de quienes  se han aprovechado de su posición para beneficiar a amigos y parientes con cargos y contratos, o de los que han faltado a su deber cumpliendo sólo a medias con sus obligaciones.

Llama entonces la atención que se hable tanto de un concepto que además no parece comprenderse del todo, ya que la ética es el estudio de la moral y no el comportamiento en sí, que es lo que supuestamente se persigue.

Cuando se habla de ética, se debe recordar que la ética se refiere a la moral, y esta a actuar conforme a la noción que cada uno tiene en su fuero interno respecto de lo que es bueno y malo.   El comportamiento ético entonces puede no ser comprendido de la misma forma por dos personas distintas, pero siempre es más amplio que la ley porque la ley sanciona conductas específicas y no una visión general respecto de lo correcto.

De lo anterior se deduce que nadie puede erigirse como un juez de la moral de los demás, a menos que sea un santo y los santos son personas muertas.  Lo que puede definirse es un código -no una ley- de lo que se considera apropiado o inconveniente, y esa tarea dejó de hacerse hace más de tres mil años.

Es evidente también que la ética que se pide al ciudadano común no es la que se hace exigible a una persona que tiene una responsabilidad pública (y esto incluye tanto a políticos como a jueces, curas, dirigentes sociales, etc.), porque los deberes y los eventuales beneficios implican una obligación mayor.

Es razonable también afirmar que las autoridades públicas no dejan de ser personas por el hecho de asumir sus puestos.   Pueden, por lo tanto, tener comportamientos reprochables en su vida privada pero siempre que no afecte el cumplimiento de sus deberes, lo que debe interpretarse además como una limitación a su comprensión de la moral.   Resultaría incongruente que en su hogar trate mal a otras personas y en público se presente como un defensor de los derechos humanos.

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