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Estamos en un período de la historia en el que la juventud es valorada como la principal etapa de la vida, con todos los derechos y muy pocos deberes, con la oportunidad de lamentarse del mundo que les tocó vivir y soñar con la posibilidad de cambiarlo.

El drama es que los jóvenes no alcanzan a entender que pasan por una edad en la que también es frecuente el error, en la que las ambiciones de sus sueños suelen chocar con una realidad que no conocen bien y que no basta con querer para hacer.

Los que ya hemos pasado por la juventud -esa enfermedad que se cura con los años, como decía George Bernard Shaw, uno de los ancianos más jóvenes que ha tenido la Humanidad- sabemos que existe el error, el cambio de opinión, que las cosas no son en blanco y negro, que el amor para toda la vida puede durar un par de años y que los amigos se olvidan y se hacen nuevos amigos.

Es difícil ser joven.   Se tiene todo el futuro por delante y casi ningún pasado atrás que sirva como experiencia.   Además se tienen que soportar las presiones de los instintos que nos llaman a sentar cabeza y dejarnos de aventuras románticas, apasionantes sí pero muchas veces infructuosas.

Shaw también es el dueño de otra frase muy socorrida en estos tiempos de crisis: “A los políticos y a los pañales hay que cambiarlos seguido, y por las mismas razones”.   Lo que nunca dijo Shaw es que el cambio tenga que ser por alguien más joven.   Eso es una mentira porque todos conocemos jóvenes con el alma vieja y adultos y ancianos de espíritu joven.   Sabemos que lo que se requiere es eficiencia y honestidad, y eso no viene garantizado por la edad.  Lo que se precisa es una voluntad de servicio, la crítica para reconocer lo malo y creatividad para crear lo bueno.

La juventud sí tiene la fuerza y el empuje que a veces falta en la edad adulta, pero esos atributos sin un sentido claro respecto de lo que se busca ni cierta seguridad para saber los resultados de lo que se propone representan un riesgo.  Las sociedades no están disponibles para experimentos que se explican sólo en la audacia porque la vida es bastante más compleja que eso.

Es preciso aclarar que los adultos no tienen ningún reproche especial hacia los jóvenes, casi los perciben con una mezcla de simpatía por sus ilusiones y de preocupación por lo que puedan hacer, así como una cierta esperanza en que el tiempo los cure de la enfermedad de creer que el mundo les pertenece.

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