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Una historia de las muchas que tantas personas anónimas vivieron en los jardines del Congreso Nacional en Santiago, cuando todavía era el parlamento oficial y lugar de encuentro ciudadano.

 

Era un mediodía en Santiago. El sol iluminaba las banderas de septiembre cuando  Soledad cruzó la calle Compañía y accedió a los jardines del Congreso Nacional. Iba quince minutos adelantada a su cita amorosa. Miró su reloj pulsera y se instaló junto  al monumento La Purísma, donde una virgen de mármol suplicaba por las víctimas del incendio de 1863. Aquella historia tenía un especial significado para ella. Su tatarabuelo había sido uno de los sobrevivientes de aquella tragedia. Según el relato familiar, su ancestro de nueve años había sido uno de los parroquianos que en diciembre de 1863 asistió a la última misa del Mes de María. El templo de la Compañía de Jesús estaba repleto, por lo que calor del hacinamiento y el humo de las velas impulsaron al niño a buscar aire puro en el zócalo exterior. Le gustaba alimentar a las palomas y como era su costumbre, llevaba un gran trozo de pan en el bolsillo. Se encontraba en dicha tarea, cuando gritos desgarradores espantaron a las aves y pusieron en alerta a la ciudad. Pese al esfuerzo de los vecinos, las llamas se propagaron y dos mil fieles fallecieron calcinados, entre ellos, los padres y los cinco hermanos del tatarabuelo.  En ese entonces, se estaba recién construyendo el hermoso edificio del Congreso Nacional, cuyas blancas columnas y verdes jardines, parecían negar la existencia de los dolorosos espíritus que debían merodear entre sus rincones.

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Los minutos van pasando

Impaciente, Soledad dirigió su vista hacia la puerta del edificio. Algunos periodistas hacían guardia con sus cámaras fotográficas, pues los parlamentarios estaban a punto de salir. Ella sabía que su amante debía estar adentro, ya que era uno de los asesores de los diputados por Punta Arenas. Soledad oró en silencio para que sus largas esperas finalizaran y su hombre la invitara a formar parte de su vida. Tenía algo importante que decirle, pero él andaba muy ocupado. Ante sus excusas, rompió las reglas del juego y lo llamó a su casa. Él se molestó y simuló que hablaba con algún colega. Le dijo que lo esperara junto a La Purísima,  que escucharía su propuesta y que el distrito austral le estaría muy agradecido.  Soledad adivinó que la esposa se encontraba cerca del teléfono. Lo maldijo y lo perdonó en el mismo instante. Quiso entenderlo. No era fácil abandonar a una mujer legal, por muy bruja  que esta fuese. Quiso soñar que el tiempo correría a favor de ambos. Deseó que todos los días pudiera susurrarle al oído el posesivo “Mi Solita”, como él la llamaba en la cama o en los asientos traseros de la matiné. Aquel diminutivo tenía el poder mágico de disiparle las tristezas y la rutina de trabajar para su madre enferma. Miró a un niño salpicar agua en una de las fuentes y su corazón se derramó en maternal ternura.  En sus entrañas llevaba el fruto de la pasión que habían vivido en aquel hotelito del Mercado Central. Bastó que él le dijera “Te amo, mi Solita”, para que no le importara el olor a pescado frito, el vocerío de los vendedores callejeros ni las sábanas sucias.

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Recorriendo Santiago

Pasaron veinte, treinta minutos y Soledad seguía esperando. Su mente estaba lejos, perdida en aquel día cuando sus destinos habían convergido en el Bar Nacional.  Todo fue muy simple. Él se hallaba sentado en una mesa y ella recogió la billetera que se le había caído. Agradecido, él la invitó a almorzar. Hablaron de Punta Arenas y de su reciente arribo a Santiago como asesor parlamentario. Solo mencionó al pasar a su mujer e hijos. Más interesado parecía en alabar el resplandor de su sonrisa. Soledad aceptó los piropos. Él le preguntó si era casada. Ella le respondió que no y le agradeció que no quisiera saber su edad. En 1967 todavía la gente miraba con lástima a las solteronas treintonas como ella. Aquel día, ese sureño de traje elegante y ojos verdes, le hizo florecer algo desconocido en su piel. Con clara intención, él le manifestó sentirse perdido en la gran capital. Ella, que ya le había contado la historia de su tatarabuelo, se ofreció a enseñarle Santiago. El asesor aceptó feliz. Desde entonces, comenzaron a citarse una vez a la semana en La Purísima. Ella llegaba puntual, con textos de la biblioteca y zapatos cómodos. Fueron a la Catedral, a los Agustinos, al funicular del Cerro San Cristóbal, al paseo del Santa Lucía, al parque Cousiño, al Museo de Bellas Artes y finalmente, a comer mariscos al Mercado Central. Desde allí, se dirigieron de la mano al hotel que sería su refugio durante tres meses.

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“Por nuestro bien”

La aglomeración aumentó en las escalinatas del pórtico. Un senador famoso daba una entrevista. Otros parlamentarios conversaban sobre lugares para comer o saludaban a los niños que las madres les acercaban. Soledad sonrió. Así ocurría todos los días. También era posible entrar a almorzar y ver las sesiones de los honorables. Buscó entre los rostros y no encontró los ojos verdes de su amado. Furiosa, traspasó la reja sin mirar atrás. Todavía creía que volverían a verse en el lugar de siempre. Jamás lo hicieron. Apenas llegó a la casa, su madre le entregó un sobre sin remitente. Era una carta de él. Le anunciaba su retorno a Punta Arenas y le suplicaba que “por nuestro bien”, no lo buscara ni le escribiera. Soledad entendió que “nuestro bien” era el egoísta bienestar de su amante. Cuando su hijo nació en La Serena, siempre pensó que alguna vez lo llevaría al Congreso Nacional. ¿Qué niño no iba a jugar en esos jardines? ¿Qué niño no soñaba con ser parlamentario? Tal vez, algún día querría conocer a su padre, quien pronto sería elegido diputado.

Clausurado

En 1975, cuando Soledad creía haber sanado sus heridas, leyó el nombre de su amado en un listado de detenidos y desaparecidos. Eligió un soleado día del mes de septiembre para viajar a Santiago. Compró dos claveles rojos y caminó por Compañía hasta encontrar el portón de fierro cerrado con una gruesa cadena. El Congreso clausurado parecía llorar en el silencio de las fuentes secas. Algunas palomas volaban entre las columnas y se posaban sobre la cabeza de La Purísima.   Puso las flores en la cadena y no tuvo claro si las lágrimas que nublaron sus ojos eran por su malogrado amor o la pérdida del Santiago de su niñez.   En la Catedral, las campanas marcaron el mediodía.

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